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Ángel y la Cabaña de Vacaciones

Ángel y la Cabaña de Vacaciones

Como todos los años, Angel  iba de vacaciones al pueblo de sus abuelos. Allí coincidía con sus amigos Pedrito, Juanín, Antoñito y Manolín. El pueblo era muy bonito, con mucho verde. Había cerca un rio y a los niños les gustaba acercarse a él. Alguna vez habían ido con sus padres y se habían bañado, pero las aguas estaban muy frías y preferían bañarse en la piscina del pueblo. 

Ese año habían decidido hacerse una cabaña secreta, donde guardar los tesoros que encontraban. Pidieron permiso al abuelo de Manolín para poder construirla, pues el terreno era propiedad de don Roque. Este, muy gustoso, les dijo que sí, que podrían construir la cabaña. La única condición que les puso es que no podían encender fuego, porque, el monte estaba muy seco y se podría quemar. Abuelo, dijo Manolín: no te preocupes: no encenderemos fuego. Nosotros queremos que no se queme este bosque tan bonito.

El abuelo les dio instrucciones sobre cómo hacer una sencilla cabaña para los juegos.

Muy contentos comenzaron a proyectar la cabaña. Cada uno tenía una idea diferente y tuvieron que ponerse de acuerdo. Después hicieron un dibujo  de cómo sería la cabaña y cada uno se dedicó a trabajar en lo que mejor sabía hacer. Lo primero, dijo Manolín, es buscar un buen sitio. Tiene que estar en una zona llana y no cerca de alguna  pendiente. Eso dice mi abuelo, porque con la lluvia se puede destruir.

Buena idea, observó Pedrito. Tenemos que buscar los materiales para hacerla, dijo Ángel. Yo, añadió Juanín, cuando iba en la bici he visto cerca del pueblo palets tirados en el suelo. ¿Y eso qué es?, preguntó Antoñito.  Son esas maderas donde ponen materiales de construcción y otras cosas, pero hay que transportarlas y separar los listones. Eso es mucho trabajo, dijo Angel. Mi abuelo Roque nos enseñará a hacerlo, terció muy orgulloso Manolín. Muy bien, Ahora, vámonos a casa, que nos estarán buscando. Es verdad, dijo Antoñito: es la hora de comer. Esta tarde hablaremos con el abuelo Roque sobre las maderas y mañana muy temprano nos reunimos  para comenzar a construir nuestra cabaña.  Habla con tu abuelo y dile que iremos. De acuerdo, hasta luego. 

Como era un secreto, ninguno lo contó en casa. Por la tarde merendaron en casa del abuelo Roque, quien les explicó muchas cosas y les dijo que iría al día siguiente con ellos al monte. Por la mañana temprano, los niños y el abuelo fueron a buscar los  palets, pero alguien se había adelantado y se había llevado todos menos uno. No os preocupéis, en el monte encontraremos ramas y troncos que se cayeron durante una tormenta y los usaremos. Pero recogeremos este palet que nos servirá. Todos trabajaron y en poco tiempo tenían levantadas las paredes de la cabaña. Utilizaron lo que les pudo servir. ¿ Ahora cómo seguimos?, dijeron los niños, muy preocupados. ¿Vosotros qué creéis que se hace?. Pues el tejado, respondieron a coro. Pero eso sí que es difícil.

Nada, vamos a ello, dijo Roque. Los trozos de tabla los usaremos para el techo colocándonos inclinados sobre las paredes. Ángel, súbete a ese tronco y con cuidado clava un clavo en cada tabla de madera como os he enseñado.  Pero queda espacio entre las tablas, dijo Juanín y nos mojaremos. No os preocupéis que yo sé cómo se hace.

Cubrieron el techo con ramas de árboles. Ahora volvemos a casa que es hora de comer y nos estarán buscando.

Al día siguiente volvieron todos los niños con el abuelo. Este llevaba un plástico para cubrir el tejado. lo que hicieron entre todos. Y ahora, siguió el abuelo, buscaremos trozos de hierba con su tierra y los pondremos encima. Lo demás lo termináis vosotros. Muchas gracias, abuelo.

Así, con la ayuda de Roque,  Angel y sus amigos pronto tuvieron casi terminada la cabaña. Miraron información en Internet y lograron hacer una puerta para la cabaña. A partir de ese momento, la cabaña se convirtió en su lugar de reunión. Trajeron cuentos, una cantimplora una linterna y sus tirachinas por si tenían que defenderse de algo.

Terminó el verano y cerraron la cabaña hasta el verano siguiente, no sin antes escribir un mensaje: “Si estás por aquí y necesitas refugiarte del frio, el viento, la lluvia o la nieve lo puedes hacer, pero por favor, no estropees nuestra cabaña. Somos unos niños que la hemos construido con la ayuda del abuelo Roque y quisiéramos seguir usándola”.  Cuando volvían al pueblo, iban callados, pues les daba pena despedirse de la cabaña. Al año que viene, dijo Pedrito, la terminaremos y la pondremos como nos guste.

Pasó el invierno, que fue frío y con muchas tormentas. A veces cuando hablaban por whatsapp recordaban la cabaña, tenían muchas ganas de ver si había resistido las tormentas, o el viento la habría derribado.

Llegaron las vacaciones y lo primero que hicieron al llegar al pueblo fue ir a ver si la cabaña seguía en pie. La sorpresa fue mayúscula: La cabaña no solo seguía en pie, sino que tenía una ventana, la puerta, estaba cambiada y era mucho más resistente. Cuando abrieron la puerta su sorpresa fue aún mayor: habían puesto un suelo, habían hecho una cama con troncos de madera y estanterías, donde habían colocado la cantimplora, la linterna y los tirachinas y los cuentos Había una pequeña mesa donde estaba el escrito que ellos habían dejado. Ángel tomó el papel, vio que por detrás estaba escrito y lo leyó en voz alta a sus amigos: Hola niños, he tenido que usar vuestra cabaña, porque me perdí en el monte y me torcí un pie durante una tormenta. No podía andar, la cabaña fue mi refugio. Cuando me mejoré aproveché para haceros más cómoda la cabaña. Espero os guste. Muchas gracias. Vuestro amigo desconocido Daniel.

FIN

© Mª Teresa Carretero García

Sultán Perro Pastor

Sultán Perro Pastor

Un pastor cuidaba sus ovejas con la ayuda de Sultán su perro ovejero.

José, el pastor, quería mucho a su perro, lo había cuidado desde cachorro. Lo instruyó como perro ovejero y lo convirtió en el mejor perro guardián de ovejas de toda la comarca. Sultán siempre estaba atento a las órdenes de José y a los silbidos que le daba.

Un silbido largo significaba que había ovejas alejadas del rebaño, varios silbidos cortos  querían decir que tenía que reunir a las ovejas, un chasquido de la lengua de José le avisaba de que tenía que poner a las ovejas en marcha: en ese caso Sultán les daba un pequeño mordisco en las paticas traseras, pero siempre con mucho cuidado de no hacerles daño. Como las ovejas son  gregarias: lo que hace una lo hacen las demás, le era muy fácil trabajar con el pastor José. Este lo cuidaba mucho, lo alimentaba bien, lo llevaba al veterinario cada año y lo trataba con mucho cariño como a un compañero de trabajo y decía: “Un buen perro pastor es el mejor regalo para mí y para mi rebaño.”

José se hizo mayor y dejó de trabajar. Sultán estaba triste y pensaba: veremos a ver qué nuevo dueño me tocará ahora… nunca encontraré un amo tan bueno como José.

El pastor se reunió con sus hijos y les dijo: ¿Alguno de vosotros quiere ocupar mi puesto de pastor?.Tenía cinco hijos, pero ninguno quería ser pastor. 

-Pues si nadie quiere ocupar mi puesto, me veré obligado a vender mi rebaño y mi perro a un pastor que quiera ejercer mi oficio.

José estaba triste, pues siempre había pensado que uno de sus hijos lo sucedería como pastor.

Pasaron los días y Andrés, el hijo pequeño, dijo a su padre: Yo cuidaré de las ovejas. -¡Pero hijo: si a ti no te gustan ni las ovejas, ni los perros!. – Es igual; los cuidaré.

El padre se quedó muy preocupado, pero que Andrés cuidara las ovejas era mejor que venderlas a un desconocido.

Andrés se fue al monte con el ganado y con Sultán. Efectivamente era un pastor con muy mal carácter. Se pasaba el día dando gritos a las ovejas y al perro, y lo único que conseguía era asustar a las ovejas y poner nervioso a Sultán.

¡Qué mala suerte he tenido con este amo! No sabe nada ni de ovejas ni de perros ovejeros.

Cada día llevaba las ovejas al monte y se acostaba a la sombra de un árbol. El pobre Sultán tuvo que aprender a acarrear ovejas, a traerlas si se alejaban, a reunirlas… todo eso sin recibir instrucciones de su amo.

A veces se le olvidaba a Andrés llevarlas al abrevadero a beber agua o dar de comer a Sultán. Poco a poco fue disminuyendo el rebaño: había ovejas que ya no daban leche y Sultán comenzó a  adelgazar por falta de comida.

Un día hubo una gran tormenta con truenos y rayos. Las ovejas se asustaron y se dispersaron.

Sultán, con mucha paciencia las fue reuniendo a todas diciéndoles: No temáis, que yo os llevaré al refugio. Vosotras seguidme rápido, que pronto llegaremos.

Muy cansado llevó las ovejas al refugio y las dejó bien resguardadas.

Entonces se dio cuenta de que Andrés estaba bajo un árbol que había sido partido por un rayo. Con todas sus fuerzas, aunque le quedaban pocas, arrastró a Andrés al refugio y lo tapó con la manta de pastor. Estaba Sultán muy cansado y sin fuerzas. Se quedó enseguida dormido.

Cuando despertó, reconoció la casa de José: estaba con su antiguo amo, que lo sostenía en brazos y lo acariciaba.

Prepararon a Sultán una buena comida. Andrés, su nuevo amo, se acercó y le dijo: Sultán, has sido muy valiente. Muchas gracias por salvarnos de la tormenta a las ovejas y a mí. Eres el mejor perro pastor del mundo y te prometo que te trataré bien. Gracias, amigo Sultán.

Y el perro se puso en pie, se acercó a Andrés, movió el rabo y ladró alegremente.

FIN     © Mª Teresa Carretero García

Los Abrazos de Cristina

Los Abrazos de Cristina

Cristina y Carlitos eran compañeros y amigos del cole, se conocían desde que iban a preescolar. A menudo  hacían los deberes juntos. Un día la niña invitó a su amigo Carlitos a merendar en su casa. Merendaron fruta y un pastel de nueces que había hecho Elena, la mamá de Cristina, con la ayuda de esta.

–  La merienda está muy rica y el pastel  buenísimo, os ha salido muy bien. – Gracias Carlitos me encanta que te guste nuestro pastel.

Después de merendar subieron a la habitación de Cristina a hacer los deberes. –Si  no nos distraemos hablando, podemos terminar pronto y ponernos a  jugar – llevas razón Carlitos vamos a ponernos a ello y así tendremos tiempo  para jugar.  OK, dijeron los dos a la vez mientras chocaban su mano derecha. 

Pronto acabaron los deberes, se sentaron en un pequeño sofá de la habitación y  comenzaron a hablar.

-¿Qué te ha parecido la pregunta que ha hecho la seño esta mañana? – ¿Cuál, la de  llevarnos de casa lo más importante para nosotros si tuviéramos que salir corriendo?    -Carlitos, rascándose la cabeza mientras pensaba, dijo: para mí es muy difícil decidir: primero cogería a mi perro Paco, después  a mi tortuga Laura y después mis dibujos y mis lápices de colores. Cristina echó a reír y dijo:   –la seño dijo  que era una sola cosa. – Pues…lo juntaría todo y lo pondría como si fuese una sola cosa. -Pero eso es trampa Carlitos, una sola cosa es una unida y tú has cogido varias cosas e intentas hacerlas pasar por una. – Pero yo no puedo dejar ni a mi perro Paco, ni a  mi tortuga Laura, ni mis cuadernos y lápices de colores. – Pues  lo tendrías muy difícil.  -Ya sé… los  escondería en una bolsa para que no  me los quitaran; primero tendría que conseguir que mi perro Paco  estuviera en silencio para que no nos descubrieran, pero de lo que estoy seguro es que no me iría sin ellos.

  – De eso estoy segura. Y tú Cristina que escogerías? – Si solo es una cosa, me llevaría mi cofrecito de los abrazos – ¿Qué dices Cristina, qué es eso de un cofrecito de los abrazos? yo no conozco ese juego-. -Cristina  se echó a reír y dijo: – no es ningún juego son mis cosas más preciadas. – ¿Seguro que no estás hablando en broma? – Seguro, hablo en serio.

Entonces cuéntame la historia de ese cofrecito.

Es un cofrecito de madera con mi nombre que me regaló mi abuela Pepi cuando era pequeña. En él he ido guardando mis abrazos, los tengo siempre ordenados:Tengo abrazos de cumpleaños, estos huelen a tarta, abrazos de buenas noches, huelen a lavanda y manzana, abrazos de fin de curso: huelen a lápices de colores y a plastilina, abrazos de mi comunión, que huelen a incienso  -¿ Y eso qué es?  Pues es una resina que queman en la iglesia y en algunas casas; a mi me gusta mucho su olor. También tengo abrazos de despedida, esos huelen a limón, y abrazos por no enfadarme: saben a caramelos de fresa. Ah, y abrazos por ser generosa: esos huelen a hierbas del monte.

Carlitos se quedó en silencio muy pensativo y dijo: – ¿Y esa colección la conoce alguien? -Solo mi abuela Pepi, que me ayuda a guardarlos envueltos en un papel especial, que solo ella conoce y que hace que los abrazos se mantengan como cuando me los dieron. -¿Y tu papá y tu mamá qué dicen sobre esa colección tan rara? – Nada, ellos cuando nos ven a mi abuela y a mí con la cajita  sonríen. Yo creo que mi abuela se lo ha contado.

Un día mi abuela me regaló el abrazo de cuando empecé a hablar: olía a papillas de vainilla. Lo había guardado en su casa envuelto en ese papel especial que ella tiene.

Ese es el último abrazo que tengo en mi colección. Ese abrazo estaba acostumbrado a vivir en casa de mi abuela y no me conocía ni a mí, ni a los otros abrazos. Cuando abrí la cajita para guardarlo se escapó, salió corriendo de la habitación, bajó por la escalera y se me perdió en el jardín de mi casa. Lo busqué hasta que se hizo de noche, pero no lo encontré. Estaba disgustadísima. Al día siguiente lo encontré durmiendo junto a mi cama. Mi alegría fue enorme: lo envolví muy bien en el papel de mi abuela y nunca más se ha vuelto a escapar.

-Oye Cristina ¿quieres aumentar tu colección de abrazos? – Pues claro, Carlitos, – Pues te regalo este abrazo de amigo. Y los dos se fundieron en un gran abrazo – Ahora, Carlitos, ayúdame a envolverlo y a guardarlo en la cajita. -Qué bien, así podré ver toda tu colección de abrazos. ¿Puedo tocarlos? – Claro, pero con mucho cuidado.

Carlitos abrió la caja con mucho cuidado para introducir el abrazo de amigos y entonces escuchó cómo los abrazos de la caja daban la bienvenida al abrazo de amigos con una bonita canción.  –¿ Pero es que los abrazos cantan, Cristina? Y ríen y aplauden, ellos siempre están felices.

-Lo que más me ha gustado de tu colección es la forma de los abrazos: cada uno es diferente a los otros. –Sí pero todos están hechos de corazones, unos más grandes que otros, con brazos que te rodean y te dan calor. Yo cuando estoy triste, saco varios abrazos y  me rodean y me siento mejor.

Pero lo mejor de todo es tener a mi mamá, a mi papá y a mi abuela que me dan todos los abrazos que  les pida.  – Y también me tienes a mí para cuando lo necesites. – Muchas gracias Carlitos – Gracias a ti, Cristina por enseñarme tu colección. –  Carlitos: esto es nuestro secreto. – No te preocupes, Cristina, no se lo diré a nadie: será un secreto entre nosotros.

Carlitos se marchó a su casa muy contento porque su amiga Cristina le había confiado su mayor secreto y él nunca  lo rompería. Comenzó a recitar en voz baja:  “Secreto secretoso:  quien lo incumpla no tendrá derecho a escuchar otro.” FIN 

© Mª Teresa Carretero García

El Don de Fortunato

El Don de Fortunato

Fortunato era un niño muy especial.

Antes de nacer Fortunato, su madre, Celia, tuvo una visión muy extraña: Se le apareció una mujer muy guapa con un vestido cuajado de estrellas de mil colores. Tenía una piel muy blanca, los  ojos de color miel y unos labios rojos como pétalos de una rosa.

Se dirigió a Celia y le dijo: Cuando nazca tu hijo tendrá un don especial. ¿Cuál será?, preguntó Celia. La mujer desapareció en un instante, sin responder a la pregunta.

Por la noche le contó la visión al marido. -No te preocupes mujer, ha sido solo un sueño; te habrá sentado mal la cena. -No, no: era tan real como te estoy viendo a ti, los colores de los árboles del bosque eran de un verde como nunca había visto. –Claro, eran de un sueño. Lo mejor es que te olvides de eso.

Pasaron los meses y nació el niño, que era precioso: parecía un muñequito.

-¿Qué nombre le pondremos? preguntó el papá. -Yo le pondría Fortunato.  -Pero mujer, a mi me parece un nombre muy largo para un niño tan pequeño. Ya sé, estás pensando en la aparición.  -Claro, si es cierto que tiene un don, será un niño afortunado.  -Si es lo que te gusta, le pondremos ese nombre, añadió el padre.

Y así el bebé pasó a llamarse Fortunato. Siempre estaba sonriendo, nunca lloraba ni se enfadaba. Si se le caía la chupeta esperaba pacientemente a que se la colocaran de nuevo, y si le daban el biberón un poco más tarde, tampoco se enfadaba.

-Qué suerte hemos tenido de tener un bebé tan bueno, decía la mamá de Fortunato.

El niño fue creciendo; le encantaba que su mamá lo pusiera en el jardín de la casa para mirar las flores y los pájaros.

Un día Celia observó que cuando Fortunato salía al jardín, los pajarillos y las mariposas se acercaban a él y comenzaban a rodearlo y a cantar con bonitos trinos. Lo que más extrañaba a Celia era que rodearan al niño  pajarillos, mariposas, abejas, chicharras, que nunca le picaban…

Fortunato fue creciendo y aprendió a hablar. Un día en el jardín de casa  Celia observó a su hijo. Hablaba con los animalillos:  -Hola amiguitos, buenos días: ¿Cómo estáis esta mañana? Los pajarillos trinaban y las mariposas se acercaban a sus oídos; los abejorros zumbaban,  y lo más extraño era que él entendía lo que hablaban. Otro día lo escuchó decir: – Hoy os pondré   nombre para poder dirigirme a cada uno de vosotros. No arméis tanto ruido y dejadme pensar.

La mamá escuchaba atónita la conversación…Entonces recordó el sueño que tuvo antes de que naciera Fortunato y dijo en voz alta: El don era que podría hablar con los animales. Cuando venga mi marido le diré mi descubrimiento.

El papá la escuchaba atentamente mientras Celia repetía: Te aseguro que lo he visto yo misma, nuestro hijo tiene ese don.

Una mañana, Fortunato, fue de excursión con su clase a una granja cercana. El granjero les enseñó  sus animales. Tenía cerdos, ocas, pollos, gallinas, conejos, ovejas y dos burritos. El granjero presumía de sus animales. Un niño preguntó: ¿cuántos huevos ponen las gallinas cada día?.

El granjero se puso serio y respondió: hace una semana que han dejado de poner huevos y no lo entiendo.

Entonces Fortunato preguntó: ¿podemos ver  las gallinas? – Claro, venid conmigo.

Fortunato se acercó a una gallina, la acarició y todas las gallinas del gallinero se apiñaron a su alrededor y comenzaron a cacarear.

El granjero, sus compañeros y la profesora se quedaron muy extrañados. ¿Qué tenía Fortunato con las gallinas, que todas cloqueaban a su alrededor?

Cuando salieron del gallinero, Fortunato le dijo al granjero: las gallinas están bien, pero asustadas porque desde hace varios días un zorro se acerca al gallinero e intenta abrirlo para comérselas. Eso las estresa y hace que no puedan poner huevos. Cuando se solucione el problema,  pondrán más huevos que antes. Muchas gracias niño, nunca olvidaré tu ayuda.

-Señor granjero: al pasar junto a un burrito he visto que estaba triste. -Es cierto,  lo he llevado al veterinario. Dice que está muy sano para su edad. -Podría acercarme a él? – Claro que sí.

Fortunato se acercó al borrico; tras escuchar un rato sus rebuznos, volvió junto a sus compañeros y el granjero, algo nervioso, preguntó: ¿ qué  le pasa a mi borrico?. Fortunato dijo sonriendo: no se preocupe, el burrito está bien. Está triste porque cree que como es viejo lo va a  vender y traerá otro joven. A él le gusta vivir con usted y con  todos sus amigos en esta granja.

El granjero, con lágrimas en los ojos, dijo: No lo voy a abandonar, porque a los buenos amigos nunca se los abandona, aunque estén viejos y ya no puedan trabajar. Efectivamente, traeré otro joven para que me ayude en la granja y haga las tareas que él ya no puede hacer, pero aquí hay sitio para  tres burritos.

Él me acompaña desde hace tiempo y yo lo considero un amigo. Díselo, Fortunato, por favor. El burrito tras escuchar al niño se acercó a su amo y empezó a rebuznar de alegría mientras todos los niños reían y hacían palmas.

Así fue como los niños y niñas de su clase supieron que tenían un compañero muy especial a quien recurrir cuando sus mascotas se pusieran tristes o enfermas. Fortunato fue feliz porque  con su don podía ayudar a sus compañeros y amigos.

F I N    © Mª Teresa Carretero

La Nube Caprichosa

La Nube Caprichosa

Las nubes se paseaban por el cielo. Cada día, antes de salir, se reunían para decidir adónde ir.

La nube secretaria apuntaba en su libreta los lugares donde iban, para así poder visitar todos los rincones de la tierra.

Hoy, dijo la nube más anciana, saldremos pronto porque más tarde el viento va a soplar fuerte  y nos arrastraría lejos y entonces no podríamos llover sobre los campos resecos que vimos ayer.

Las nubes jóvenes replicaron: no siempre tenemos que producir lluvia. Nosotras queremos jugar y divertirnos. Hace mucho tiempo que no hemos hecho figuras de animales y es lo que hoy nos apetece hacer. La nube secretaria dijo: pero nosotras somos nubes buenas y debemos descargar agua donde se necesite. Si cada una hace lo que quiere, ocurrirá como el mes pasado, que fuimos a parar a un mismo lugar y estuvo lloviendo allí demasiado. Y al final, en vez de ayudar, estropeamos la cosecha.

Las nubes jóvenes contestaron: De acuerdo, pero nosotras queremos divertirnos, y eso haremos. Sin hacer caso a las nubes mayores, se marcharon a divertirse.  Estuvieron una semana jugando y divirtiéndose. Pero poco a poco se fueron aburriendo y regresaron con las demás nubes; todas menos Blanquita.

Blanquita no quiso hacer caso a las otras nubes y se quedó sola. Pronto entendió que sola no servía para mucho.  Si se ponía a llover, era poca el agua que soltaba y no ayudaba a nadie. Si estaba ventoso, el viento la arrastraba muy fuerte y aunque ella le gritaba, el viento no la oía, y no tenía con quien hablar.

Entonces dudó si no sería mejor volver con sus amigas al grupo de nubes. Pero ella aún quería seguir sus aventuras.

Un día que estaba cansada y triste, se quedó dormida. Despertó sobre un gran árbol. Vio una casita y una niña que jugaba en el jardín.

La niña miró al árbol y vio la nube. Se frotó los ojos, pues era la primera vez que veía una nube tan cerca y  en su jardín. Llamó a su hermano Luis y los dos se sentaron mirando la nube.

Oye, dijo Luis a su hermana: ¿Cuánto tiempo seguirás mirando a la nube? Sólo un poquito más, respondió La nube se fue a dar una vuelta por el cielo, y los niños volvieron a sus juegos.

Por la noche, la nube volvió al árbol. A la mañana siguiente dijo Luis: María, la nube está ahí, durmiendo.

No hables fuerte, dijo María, no la despertemos, tendrá sueño.

Y los niños estuvieron callados observándola hasta que la nube despertó.

¡Hola!, dijo la nube, ¿Qué hacéis? . -Mirándote dormir, respondieron.

Si me subo al árbol -dijo Luis, ¿me dejarás que te toque?; nunca he tocado una nube.

No hace falta, respondió la nube: yo bajaré un poco más para que me puedas tocar. – Gracias, nube, dijo el niño.

¿Qué hacéis aquí solos?, preguntó la nube.

No estamos solos, respondieron los niños. Nuestros papás están dentro de la casa; nosotros jugamos todo el día en el jardín porque estamos de vacaciones; ahora no hay cole.

Oye, nube, dijo María, ¿Quieres jugar con nosotros?

¿Y qué tengo que hacer? preguntó la nube.

Forma figuras de animales, dijo la niña. Luego decimos qué vemos y tú dirás quién ha acertado.

Me encanta, dijo la nube, ¡vamos ya! Y se alejó del árbol para hacer sus figuras.

Estuvieron jugando toda la tarde; al día siguiente volvieron a jugar. Esta vez fueron al prado. Los niños corrían o saltaban y la nube les hacía sombra cuando tenían mucho calor.

La nube dijo: si queréis os puedo refrescar. ¿Cómo? preguntaron los niños. Pues lloviendo sobre vosotros. Y eso hizo la nube. Se dieron la ducha más divertida de su vida.

Poco a poco, la nube y los niños se hicieron amigos y se quedó a vivir en el árbol del jardín.

Por la mañana temprano, la nube se posaba sobre las ventanas de las habitaciones de los niños y los llamaba. Los acompañaba hasta el colegio y se quedaba en el cielo del patio hasta que salía del cole, para volver con ellos a casa.

Oye, nube, le dijeron un día los niños: ¿Tú nos darías un paseo? Nunca hemos visto nuestra casa desde el cielo.  Ella los montó encima y se dieron un paseo por el cielo.

¡Qué chuli! decían los niños mientras saltaban y  daban volteretas en la nube. ¡Qué blandita y blanca eres! Gracias por pasearnos. Nube, te queremos.

Y la nube se puso muy contenta.

Oye, nube, dijeron los niños un día: ¿Por qué no te quedas a vivir con nosotros?

¿Queréis que me quede?. preguntó la nube

Sí, sí, por favor, respondieron los niños.

Y la nube se quedó a vivir sobre el árbol del jardín hasta que se hizo muy mayor. Un día desapareció. Los niños preguntaron a su mamá por la nube. Ella les contó que unas nubes jóvenes habían venido a llevarla con su familia de nubes.

FIN                  © M. T. Carretero

La Uña Mágica de Alberto

La Uña Mágica de Alberto

En las afueras de una pequeña ciudad vivía un hombre en su vieja cabaña. Su único entretenimiento era cuidarse la uña del dedo índice de su mano derecha. Esta había crecido más que las otras. Estuvo cortándola varios años, y cada vez que lo hacía esta crecía más.

Un día, cansado del trabajo que le daba la uña dijo: “Se acabó, quieres tomarme el pelo, pues no lo conseguirás, crece todo lo que quieras, desde ahora no te haré ni caso”. Cumplió lo que dijo y la uña creció y creció, hasta que dejó de hacerlo.

Así fue como la uña se convirtió en algo muy útil para Alberto, que ese era su nombre.

Con un tamaño de varios centímetros la uña resultó muy, pero que muy útil para Alberto. Con ella alcanzaba las cosas que estaban en los lugares altos de los armarios, se peinaba con ella e incluso le servía para recoger las semillas de las amapolas que había en el campo.

Un día al despertarse descubrió una cosa maravillosa en su uña  ¡le había nacido en ella una amapola roja, muy roja, preciosa!.  La cuidó con mucho mimo, regaba la amapola con agua clara de un manantial que había cerca de su casa y mientras vivió la amapola, tuvo mucho cuidado de no dañarla, pero la amapola se secó y la uña se volvió a utilizar para  los trabajos que había hecho siempre.

 La cabaña de Alberto era muy sencilla, él no necesitaba grandes cosas para vivir.

Detrás de la cabaña tenía un huerto donde había rosas, plantas aromáticas, naranjos, limoneros, lechugas tomates, perejil…decía Alberto que todas las plantas juntas crecían mejor, porque así se hacían compañía.

Un día fue a la ciudad a comprar clavos, pues se había estropeado una estantería de su casa. 

Volviendo a casa encontró a una niña llorando junto a un pozo. La miró, se detuvo y preguntó:-por qué lloras niña?. – Porque acabo de perder mis libros y mis cuadernos y dentro de unos días tengo los exámenes y quiero sacar buenas notas. – Y como los has perdido?. La niña lloraba y lloraba – tranquilízate y cuéntame lo ocurrido a lo mejor te puedo ayudar.

Pues verá señor… Me llamo Alberto, dijo el hombre.   Y yo Margarita: Como le decía, los ancianos del pueblo dicen que este pozo es mágico y que si dices ciertas palabras se cumple tu petición. Yo había pedido ser la primera de la clase para poder estudiar en la ciudad cercana. Es lo que me gusta y ahora sin mis libros no lo conseguiré.

Alberto se rascó la cabeza con su uña mientras pensaba, y dijo: Margarita, dime las palabras mágicas que pronunciaste. La niña comenzó de nuevo a llorar desconsoladamente y dijo con voz entrecortada por el llanto: Es que las llevaba escritas en la  libreta que se cayó al pozo. Alberto intentó consolarla: No te preocupes, encontraremos una solución.

Buscaron por los alrededores alguna rama de árbol,  pero todas era cortas. Entonces el dedo comenzó a girar y la uña  a señalar hacia el pozo. Alberto estaba muy extrañado, pues aunque sabía que su uña era especial, nunca se había comportado de esa manera. Se dirigieron los dos al borde del pozo y Alberto colocó su mano sobre el pozo e inmediatamente el dedo y la uña señalaron en dirección al fondo. Ante el asombro de los dos, el agua comenzó a subir hasta llegar al borde, y pudieron rescatar los libros y el cuaderno. La niña no sabía cómo agradecerle su ayuda.

Alberto se llevo el dedo a los labios y dijo: de esto ni una palabra a nadie por favor. Así lo haré, respondió la niña. Y estudia mucho para que se cumpla tu deseo.

– Vale. Y muchas gracias por tu ayuda.

Nunca olvidó Margarita el gran favor que le hizo Alberto

Pasó el tiempo y un día que Alberto dormía la siesta escuchó  ladridos y voces de personas  cerca de su casa. Salió a la puerta y vio a su amiga Margarita.  ¿Qué pasa, con tanto ruido?

-Un niño se ha perdido y andamos buscándolo. -Válgame Dios, pues si que es un problema.        -Estamos muy preocupados porque si se nos hace de noche sin encontrarlo, el niño pasará mucho frío y mucho miedo.

-¿Y qué puedo hacer yo por vosotros? – Pues verás, recuerdas lo que pasó en el pozo? –Claro, para mí fue toda una sorpresa lo que ocurrió. -Pues ahora quiero que utilices tu uña mágica para que nos ayude a encontrar al niño.  -Bien lo intentaré; veremos si funciona.

No quiero que nos vea nadie, Margarita. No te preocupes, me quedaré junto a ti y luego alcanzaré a los demás.

Alberto abrió sus manos e inmediatamente, de nuevo el dedo comenzó a girar y la uña, como si fuera una flecha, apuntó justo al lugar contrario por donde marchaba la gente.

Margarita exclamó: Madre mía, íbamos por el sitio equivocado. Muchísimas gracias por tu ayuda, Alberto. La niña corrió a avisar a la gente que el buen camino era otro.

Antes del anochecer encontraron al niño, que estaba sentado junto a un árbol y jugaba con unos pajarillos.

En el pueblo todos agradecieron a Margarita que les hubiera ayudado a encontrar el niño. Pero ella estaba muy preocupada porque  fue la uña mágica de Alberto la que les indicó el camino correcto para encontrar al niño; debería decirlo, pensaba.

Un día fue a la cabaña de Alberto  y ella dijo que no veía justo que se lo agradecieran a ella, que quería que se supiera la verdad. Alberto, sonrió y le dijo: Margarita, es mi deseo que no se sepa. A veces lo importante es ayudar a los demás, aunque nunca sepan quien lo hizo.

F I N   ©Mª Teresa Carretero García