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El Bocata de Pepito

El Bocata de Pepito

Pepito vivía en un pueblecito con sus papás.

Iba al colegio; le gustaba mucho jugar con sus amigos y escuchar las explicaciones de su seño Ana.

Un día la seño explicaba mates y le preguntó: Pepito, Cuánto son dieciocho más doce? That’s  thirty, respondió el niño.

¡Pepito! ¡Pero si has contestado en inglés!, dijo la seño sorpendida, mientras los niños reían. Lo siento, seño; no me he dado cuenta. Otro día, en clase de sociales la seño le preguntó y la respuesta del niño fue sorprendente. Los compañeros no entendían lo que había respondido. La seño dijo: ha contestado en francés. Ella empezó a preocuparse…

En clase de música la respuesta de Pepito era imposible de comprender. La seño dijo esta vez: hoy ha contestado en alemán.

La mamá dijo al enterarse: ¡Qué raro! Mi hijo no recibe lecciones de idiomas y mi marido y yo sólo hablamos español. Se preocupó y se lo contó a su marido, que no le dio importancia: no te preocupes, es que Pepito es muy listo; a lo mejor lo ha aprendido de la televisión, dijo.

Cada vez le ocurría con más frecuencia eso de hablar en otros idiomas.

Lo llevaron al médico, quien examinó minuciosamente al niño. Todo está bien, comentó; pero si quieren, vayan a la ciudad y consulten con otros doctores.

Así lo hicieron y visitaron a un psiquiatra y a una psicóloga.

Pepito estaba feliz de conocer la ciudad, a la que volvieron varias veces. Los médicos le hacían dibujar y jugar a juegos muy divertidos.

Tranquilizaron a sus papás diciéndoles que no tenía importancia.

Los resultados decían que todo estaba bien pero ignoraban la causa de que hablara idiomas.

Explicaron: lo mismo que ha empezado a hablar esos idiomas, cualquier día dejará de hacerlo.

Esto tranquilizó mucho a la mamá de Pepito, aunque el niño seguía hablando idiomas diferentes en clase.

Solía ocurrir en las clases de después del recreo y cada vez con más frecuencia. La historia de Pepito se convirtió en un suceso nacional. Todas las televisiones querían entrevistarlo en el patio del cole después de comerse su bocata.

Al principio, a Pepito le gustaba salir en la tele, e incluso le divertía verse hablando en otros idiomas. Pero poco a poco le fue aburriendo este asunto.

Una vez un niño le hizo una broma que le enfadó muchísimo y él le dio un empujón que lo sentó en el suelo. Todos se alarmaron mucho del comportamiento de Pepito, pues era bueno y pacífico.

La directora llamó a los papás del niño: lo que había hecho era grave y estaba muy mal. Pensaron que podía ser por la presión a que estaba sometido.

La seño Ana y la mamá de Pepito llegaron a hacerse muy amigas.

Buscaron en Internet alguien que pudiera ayudar a resolver el enigma. Encontraron personas que sabían curar tristezas, recuperar amigos, hablar con los animales, quitar los miedos y muchísimas cosas más.

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Un día su mamá encontró en Internet este anuncio: Marisa Olmos, buscadora de duendes, gnomos, duendecillos y hadas traviesas. Anotó la dirección y se puso en contacto con seño Ana.

La seño invitó a Pepito y a su mamá a merendar. Estaba Marisa, una señora mayor de pelo blanco, era menuda, de ojos muy azules, sus manos eran pequeñas y muy blancas.

Marisa sabía muchas historias de países lejanos y conocía muchísimos cuentos. Llevaba un pequeño libro en el que Pepito vio hasta 635 tipos distintos de gnomos, hadas, duendes y geniecillos.

Iba acompañada de una cesta de la que nunca se separaba…

Marisa, la seño y la mamá de Pepito  visitaban con frecuencia la panadería de Angelines.

Marisa le ayudaba a veces a hacer dulces y pasaba tardes enteras en la panadería. Buscaba en realidad el origen del problema de Pepito. A este le intrigaba que Marisa nunca se desprendiese de su cesta y una vez observó la cesta de Marisa abierta. Vio asomar el extremo de un pañito blanco. Tiró de él y descubrió una pequeña trompeta de cristal… quiso acariciarla. Tenía un brillo que deslumbraba. Al posar su mano en ella, observó que emitía un sonido muy especial.

La devolvió a la cesta y no habló a nadie sobre ello.

Marisa lo olía todo en la panadería; decía que su olfato le permitía distinguir la presencia de geniecillos, hadas o gnomos; “a veces se esconden tan bien que estando muy cerca no los ves».

«Una vez un geniecillo estuvo acostado en un botón de mi abrigo varios días sin que me diese cuenta, ni tampoco mi gato Paco, que es experto en olfatear y descubrir geniecillos!”  Un día Pepito vio la pequeña trompeta en las manos de Marisa.

La trompeta cambiaba de color según quien la tenía: Si la cogía la panadera, era roja; con la seño Ana era azul; si la cogía su mamá era rosa y naranja. Pero si la cogía Marisa era de todos los colores a la vez.

Estuvo en la panadería soplando la trompeta tres días. Por fin salió, muy contenta y sonriente.

De nuevo invitaron a Pepito a merendar en casa de la seño Ana.

Entonces le contaron esta historia rogándole no revelarla hasta que fuese mayor.

Marisa comenzó:

Sospechábamos que el origen del enigma podría estar en la panadería de Angelines. Y efectivamente descubrí con mi trompeta que se habían instalado allí unos geniecillos muy traviesos.

Les gustaba mucho jugar y gastar bromas.

Se entretenían en rozarse las alas unos con otros. Después bailaban y cantaban mientras las sacudían: eran transparentes y estaban cubiertas de un polvillo dorado. Como supondrás… “Polvos mágicos”, interrumpió Pepito. Así es, asintió Marisa. Esos polvillos caían en la harina, en los dulces y sobre todo en el chocolate.

“¡Mi dulce favorito!” dijo el niño… “Y lo comías a todas horas” –añadió la mamá.

“Ese polvillo hacía que pudieras hablar esos idiomas sin haberlos estudiado”. “¡Qué guay” –dijo Pepito- “saber las cosas sin estudiar”!  “Pero cuando se vayan los geniecillos, tú perderás ese don”, advirtió la seño Ana. “Vale”, asintió Pepito.

Bueno, prosiguió Marisa: Los geniecillos que se quedarán en el pueblo hasta la víspera de San Juan. y tendrán una gran reunión en el bosque cercano. Es una noche mágica y especial para ellos. Esa noche las hadas jóvenes hacen su juramento. Ellas y los geniecillos se reparten el cuidado de los bosques, pueblos y ciudades, que protegerán de los espíritus y de las brujas.

Marisa prosiguió: pronto dejarán la panadería y tú volverás a comportarte como los demás niños.

Así conoció Pepito el origen de lo que le había sucedido. No contó nada a nadie, ni a su mejor amigo, como había prometido. Cuando se hizo mayor, escribió esta historia para los niños españoles, franceses, ingleses y alemanes, cuyos idiomas llegó a aprender y hablar.           FIN 

      © Mª Teresa Carretero García           

Pipo, el Abejorro Rojo

Pipo, el Abejorro Rojo

Había una vez una familia de abejorros que vivían en un árbol del bosque. Todas las mañanas salían con sus hijos Pipo y Suki a buscar comida.

Una vez se adentraron en el bosque y Pipo se quedó atrás mirando mariposas y pajarillos que jugaban al corro.

De pronto Pipo se encontró solo, se había perdido.

Sus papás lo llamaron muchas veces pero él no los oía. Cansado de volar y con mucha hambre se paró al borde de un camino. Comió de unas flores y se quedó dormido.

Cuando despertó miró a su alrededor. No conocía el lugar. Comenzó a llorar…

Se había quedado dormido sobre una flor y sus lágrimas resbalaron por las hojas hasta el suelo. A la sombra de esa flor descansaba un pequeñín, un ser diminuto, como un gnomo.

Las lágrimas de Pipo lo mojaron y Tin creyó que llovía. ¡Anda, un abejorro rojo, con lo que me gustan!

¿Me hablas a mí?, dijo Pipo enfadado.  Sí, dijo Tin. -Me llamo Pipo; estoy solo y me he perdido. Y continuó llorando.

Tin, condujo a Pipo hasta su casa y contó a sus papás cómo lo había encontrado: «está perdido y no tiene dónde ir”.  Su papá Tadeo le mostró el hueco de un árbol donde antes había vivido un abejorro. Pipo se puso muy contento al ver que ya tenía una casita donde dormir. Tras limpiar su casita, se dio una vuelta por el bosque y se preparó una cama bien mullida. Por la tarde estuvo jugando con los pequeñines de la aldea.  Todos los días jugaba y se divertía con sus nuevos amigos. Un día, el pequeñín Ifo se cayó y se rompió un brazo. Nadie sabía cómo arreglárselo.

Tin y Pipo quisieron ayudarle y, tras mucho pensar idearon un aparato, que llamaron aviobús, para llevarlo al médico al pueblo grande más cercano con el señor Tadeo y con la mamá de Ifo. En pocos días y con ayuda de todo el pueblo estaba listo el aviobús.

-Ahora hay que probarlo, a ver si funciona. El señor Tadeo preguntó a Pipo: ¿ Estás seguro que podrás con nosotros y con el aviobús? -Estoy segurísimo: soy muy fuerte. Yo seré el primero que se suba en el aviobús, dijo Tin.  -Y yo te acompaño, añadió su papá.

Entre todos empujaron el aviobús por una rampa y cuando estaba arriba, Pipo se ciñó el aviobús al cuerpo con mucho cuidado de no estropear sus alas.

El aviobús subía y subía con la ayuda del aire.

Dieron una vuelta sobre el bosque y pronto descendieron en un lugar donde habían colocado hojas secas y musgo para aterrizar suavemente. La prueba había salido bien, y enseguida prepararon el viaje.

El señor Tadeo llevaba un mapa y una brújula por si se perdían y a las tres en punto se pusieron en camino. Cada quince minutos, Pipo hacía una parada de descanso. Después de la tercera parada, ya casi de noche, el señor Tadeo dijo: ese es el pueblo.

Pipo preguntó: ¿Está usted seguro? -pues era un pueblo de pequeñines, todo muy diminuto.

Aterrizaron en un lugar cubierto de hierba y musgo. Pronto les rodearon muchos pequeñines, amigos del señor Tadeo. Este les contó que traían a Ifo para que lo viera el médico.

Rápidamente lo llevaron a la consulta del doctor Tomillo.

Estuvieron varios días en el pueblo hasta que Ifo se curó. Pipo aprovechó para descansar y prepararse para el viaje de vuelta. El pueblo tenía escuela, mercado, hospital y muchos jardines y plazas donde jugaban los pequeñines.

Pipo conoció a otros abejorros y a todos preguntaba por su familia, pero nadie los había visto.

Cuando el médico dio permiso a Ifo para volver a casa, los vecinos hicieron una rampa para despegar, como la que utilizaron al emprender el viaje.

Entre todos llevaron el aviobús a lo alto de la rampa.  Pipo se ciñó el aviobús con cuidado de no rozar sus alas y emprendieron el camino de vuelta a la aldea. Antes de anochecer ya estaban en casa.

Salieron todos los vecinos a recibirlos. Cuando aterrizaron decían aplaudiendo: ¡Viva Pipo, viva Pipo! Tin se acercó a Pipo y le dio las gracias por ayudar a Ifo. –De nada, ha sido un placer. Ahora tengo una nueva familia. Y además muchos amigos en el otro pueblo de pequeñines.

Y le dijo a Tin: tenemos que mejorar el aviobús: debe pesar menos; así irá más rápido. Propondré a tu padre viajar al pueblo cada vez que lo necesitéis. Ahora tengo sueño, voy a dormir. Buenas noches, Tin. Buenas noches, Pipo. Hasta mañana.

FIN

© María Teresa Carretero García

El León y el Conejito

El León y el Conejito

Un león paseaba por la selva, muy enfadado. Rugía sin parar grr. grr. grr., tengo hambre, tengo mucha hambre.

Los animales se escondían, se subían  a los árboles, cuando el león tenía hambre, pues se ponía furioso.

Se cruzó con  un conejito. Hola  señor león, buenos días, saludó el conejito. El león le respondió grr… grr… grr… ¿Dónde va tan serio?, preguntó el conejito.

Tengo tanta hambre que me comería cualquier cosa. Incluso a ti, dijo el león. El conejito, separándose un poco le dijo: pero los leones no comen conejitos: somos muy pequeños y tenemos muchos huesos.

¿Si te ayudo a encontrar comida, dejarías tranquilos a los animalitos de la selva?

Bueno, dijo el león, si la comida me gusta, a lo mejor.

El conejito habló con los monos, que trajeron plátanos y piñas. Los elefantes trajeron sabrosas ramas muy dulces. Las jirafas cogieron las manzanas más grandes de los árboles. El hipopótamo trajo sabrosos pescados muy grandes. Los pájaros también ayudaron y les dijeron que  había un búfalo ahogado en el río.

Todos ayudaron y prepararon un gran banquete. Asaron el búfalo con manzanas, piña y las ramas dulces de árbol.

El león durmió la siesta. Después se preparó para la cena, se bañó, se secó bien al sol y se peinó la hermosa y larga cabellera.

Todos los animalitos preparaban la cena del león. Cada uno ayudaba como podía. Los pajarillos buscaron hojas que colocaron a modo de mantel.

Los monos pelaron las frutas y las colocaron sobre él junto con las otras viandas. La jirafa, con su gran cuello oteó un asiento para que el león estuviera cómodo.

El conejito formó un coro, que cantaba y bailaba al son de la música de otros animalillos. Cuando la cena estuvo preparada, despertaron al león, que se puso a seguir el rastro de la comida con su buen olfato.

Al ver la cena, se puso muy serio. El conejito le preguntó: Señor león, ¿es que no te gusta lo que hemos preparado?

El león tosió un poco y dijo con fuerte voz: nunca nadie me había preparado una comida como esta. Todos se sentaron en silencio, esperando la reacción del león cuando terminase de comer. Y dijo: ¡Vamos, ¿qué esperáis? Que suene la música, bailemos todos.

El conejito le preguntó: pe pe… pero te ha gustado?

Claro que sí, chaval, todo estaba muy bueno. Si me preparáis comidas así, nunca más perseguiré ni me comeré a ningún animal de la selva.

Y desde entonces los animales de aquella selva tuvieron al león como amigo. Los animalitos quisieron agradecer al conejito su ayuda y le hicieron una gran tarta de zanahorias, que era lo que más le gustaba.

El león aprendió a convivir con los demás animalitos y muchas veces él también ponía la mesa, buscaba la comida y la cocinaba. Era un bosque conde reinaba la armonía.

FIN                ©  María Teresa Carretero

Yala, la Niña Africana

Yala, la Niña Africana

El verano se presentaba muy especial para María. Compartiría sus vacaciones con una nueva amiga, en la casa del pueblo, con sus abuelos.

Mientras preparaba las maletas preguntó a su madre: ¿Cómo has dicho que se llama? -Yala, hija, Yala. -¿Y de dónde dices que es? -De un pueblecito del centro de África. -¡Madre mía, qué lejos!  

 -¿Sabes si habrá montado en avión alguna vez? -No lo creo, vive en una aldea lejos de la capital. -Te prometo que le haré pasar un verano que recuerde siempre. -No olvides que en su pueblo no tienen tantos juguetes como tienes tú, ni tanto tiempo para jugar: tienen muchas más obligaciones que tenéis aquí las niñas.

La primera noche, María se despertó y no vio a Yala en la cama.

Se preocupó mucho: la buscó por la habitación, y cuando ya iba a llamar a sus papás, vio en un rincón del cuarto a Yala durmiendo en el suelo. –¿Qué haces aquí?, ¿es que te da miedo la cama?

No me da miedo, dijo Yala. Prefiero dormir en el suelo, que es como siempre lo hago en casa.

Bueno, dijo María; yo te acompañaré. Y durmieron las dos en el suelo, sobre una colchoneta.

Muy temprano, Yala despertó a María diciendo: Vamos, hay que ir por leña para encender el fuego; luego iremos al pozo a sacar agua para cocinar. Después de almorzar será cuando saquemos las cabras a pastar,¿no?. -¿Qué dices, Yala? Aquí no hace falta que los niños hagan todas esas cosas: el agua la tenemos por el grifo, ya viste anoche cómo mi mamá llenaba la botella. Y el butano, que está bajo el fregadero nos da fuego para un mes. Las cabras y ovejas  las pastorean los mayores.

Yala se quedó muy pensativa y dijo: ¿Y cuándo haces tú las tareas de la casa?. María le explicó: Yo solo ayudo a preparar el desayuno, quito la mesa y hago mi cama. -¿Y eso es todo?, preguntó Yala. -Pues claro, replicó María.

¿Y qué haces con todo el tiempo que tienes libre? -Pues jugar, leer, pasear, bañarme en la piscina… y a veces hasta me aburro.

Y… ¿eso qué es? 

Eso ocurre cuando no sabes qué hacer y tienes muchas cosas para elegir: como no sabes cuál escoger, te aburres.

¿Y te puedes aburrir con tantos juguetes?

-Claro, y a veces muchísimo. -Pues no lo entiendo, dijo Yala. En mi país no tenemos tanto tiempo para jugar ni para aburrirnos.

Yala preguntó entonces: ¿Por qué no borráis de los libros la palabra aburrirse? Es algo tonto e inútil que no sirve para nada.

-Yala, dijo María, ahora que lo pienso, llevas razón. Voy a proponer a mis amigos y amigas eliminar la palabra aburrimiento de nuestras costumbres.

-Buena idea, María, dijo Yala. -Oye, Yala :¿Quieres que te enseñe a jugar a lo que jugamos aquí?

Sí, sí: me encantaría aprender vuestros juegos, María. Y las dos marcharon a jugar y a divertirse.

Mientras jugaban en el jardín de la casa, llegaron los amigos y amigas de María y todos juntos se divirtieron un montón. Jugaron a muchas cosas y Yala les enseñó unas preciosas canciones, que  pronto todos aprendieron.

El verano llegaba a su fin y Yala volvería a su país. María y sus padres la llevaron al aeropuerto y al despedirse le preguntaron: ¿Volverás el verano que  viene?  -Si me invitáis, volveré aquí encantada, respondió Yala.

Hasta el verano, Yala. -Adiós, amiga.

FIN 

©Mª Teresa Carretero García

 

 

Lágrimas de Chocolate

Lágrimas de Chocolate

En Vereda azul, el pueblo de Carlitos, hay una escultura en la plaza, la estatua de un vecino llamado Ginés. Fue muy querido por los niños y niñas del pueblo. Él había ayudado con su dinero a construir la escuela, el polideportivo y la biblioteca.

Un domingo, Carlitos sacó a Lope, su perro, temprano a pasear. Había pertenecido a Ginés, y ahora era suyo. Carlitos hablaba con su perro, que le escuchaba muy atento. – ¿Te acuerdas de Ginés?,Guau, guau, guau! , asentía, mientras tocaba con su patita la mano de Carlitos. -¿Te cuento de nuevo la historia? –Guau, guau, guau!, asintió Lope moviendo su rabito.

–Pues ahí va: Ginés era tu amo y mi mejor amigo. Un día fuisteis  al monte. Al anochecer te vimos solo, sin tu amo y ladrando sin parar. Mordías los pantalones de los hombres arrastrándolos hacia al monte. Les estabas avisando de algo. Buscamos a Ginés durante cuatro días. Había desaparecido sin dejar rastro. Yo te recogí y viniste a vivir conmigo. –Guau, guau.

Tu amo era buenísima persona y lo echamos mucho de menos. Recuerda que yo había estado tiempo enfermo y todos los días venía a visitarme. Cuando me curé, no quería salir a la calle porque me había quedado cojico y me veía diferente a los demás. Al saberlo él vino contigo a verme y me dijo:

“Carlitos, eres el mismo de antes. Lo que te ha pasado le puede suceder a cualquiera. Si yo estuviera como tú, ¿ya no serías mi amigo?”  -Sí lo sería, respondí; y él dijo: pues yo igual.

Comprendí sus palabras pero no quería salir ni ver a nadie.

Una tarde, apareció Ginés con todos mis amigos y amigas. -Guau, guau, guau. -Sí, también venías tú. Yo me emocioné. No cabíais en el salón. Mi mamá os ofreció limonada y un gran bizcocho de chocolate.

Cuando marcharon, encontré mensajes de apoyo bajo la funda del sofá, en el ordenador, en mi cuento favorito, en mi silla y hasta en la chimenea.

Pude ver que a ninguno os importaba mi cojera. Aprendí a andar más despacio y disfrutaba los paseos con Ginés y contigo por el pueblo. Y fue a la mañana siguiente cuando mi sorpresa fue enorme, al ver en mi corral su regalo, su potrillo marrón, con aquel mensaje: “Con él correrás y saltarás lo que quieras”. -Guau guau guau -¿Qué quieres, Lope?  Ah, me avisas que ahí viene Manolito. -¿Qué hacéis? -Recordando a Ginés .- Pues seguid, que yo escucho.

Era marrón, con una llama blanca en la cara, un caballo precioso. Lo llamé Centella. Ginés me enseñó a montar.

 -Tú, Carlitos le dabas siempre a Centella una manzana y tres zanahorias. -Sí, Manolito. -Guau guau guau.  -Y a ti, Lope, no se me olvida, también te daba manzana. Mi cojera ya no era importante, volví a ser feliz. Me acuerdo mucho de Ginés.  -Guau guau guau!.  – Ya sé, Lope, tú también te acuerdas. Recuerdo cuando Pepito nos propuso hacer algo para recordarlo siempre. Marina propuso colocar una placa en su casa y Dani decir al alcalde que pusieran su nombre a una calle o al Colegioy de pronto dijo Antoñito: Ya lo tengo, yo he visto en una plaza en la ciudad la estatua de alguien muy importante. Ginés era muy importante para nosotros. -¡Eso, una estatua, una estatua! dijimos todos.

Y por eso, Lope, estamos aquí junto a su estatua recordándole. -Y a ti, Carlitos, te tocó descubrir la estatua por ser el mejor amigo de Ginés, añadió Manolito.  -Guau guau guau!. -Tú también eras su mejor amigo perro. Con su escultura parece como si Ginés no se hubiera ido y siguiera entre nosotros. Un día estaba yo triste, continuó Carlitos: le conté mi problema a Ginés y la estatua  lloró. -Sí: nos quedamos impresionados al oírlo cuando nos lo contaste, recordó Manolito.- Yo me quedé parado al ver deslizarse dos lágrimas por su cara de granito. Eran de color oscuro. Me pareció oírle decir «Carlitos, amigo, no estés triste: todos  los problemas se solucionan. Ven y recoge mis lágrimas» . Las recogí  y  dije: ¡Anda, si parecen de chocolate»! -«Así es», dijo su voz. Cómete una y guarda la otra. Hice como dijo. Enseguida me di cuenta de que había olvidado mi problema. Gracias, Ginés, muchas gracias, dije. La escultura me sonrió. Me froté los ojos: no podía creer lo que estaba pasando.

Mientras me iba, me pareció oír a Ginés decir: Cuando tengáis algún problema, venid a contármelo, que yo lo solucionaré con mis lágrimas de chocolate . -Gracias, amigo, dije.

Os lo conté a todos y todos prometisteis no decírselo a nadie. Era un secreto entre Ginés y nosotros, niños y niñas de Vereda Azul.

 Los mayores del pueblo se preguntaban por qué los niños llamaban a la estatua Lágrimas de chocolate; nunca llegaron a saberlo. Los niños siempre estaban contentos y felices. Los mayores nunca supieron que desde su pedestal Ginés cuidaba de ellos y que sus lágrimas de chocolate eran como vitaminas de cariño y amistad.

FIN                © Mª Teresa Carretero García   

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El Libro de Carlitos

El Libro de Carlitos

Carlitos era un niño a quien le encantaba leer. Su gato Nicki y su perro Rupert lo escuchaban cuando les leía los cuentos. A veces  inventaba y cambiaba cosas, ponía un personaje nuevo o encerrado en una mazmorra… o un dragón malvado  que asustaba a los niños y niñas.

Como solo tenía cuatro cuentos, se los sabía de memoria. Le encantaba construir esos castillos, mazmorras y otras cosas que inventaba, con el sillón de su mesa de estudiar, la silla, las sábanas, la papelera y todo lo que encontrara. El gato y el perro escuchaban sus cuentos en silencio, sin pestañear.

Cuando su mamá lo llamaba para merendar,  Carlitos guardaba el libro, ordenaba la habitación y decía: ya bajamos mamá. Y los tres bajaban rápidamente la escalera.

¿Qué hacías arriba Carlitos?

-Estaba leyendo un cuento a mi público, decía.

La mamá, sonriente, respondía ¡qué cosas tienes, Carlitos!, y entonces el perro ladraba y el gato maullaba, diciendo en sus lenguajes que les encantaba.

Pero Carlitos, decía la madre: ¡Si ya te sabes los cuentos de memoria!

Claro, pero no tengo otros –respondía el niño… ¡Y me gusta tanto leer!

Este año pediré a Papá Noel un libro gordo de cuentos, o mejor una maleta de cuentos.

-¡Buena idea!, me encanta que te guste leer, dijo la mamá; eso es muy importante.

Un día, cuando volvía del cole vio un libro en el suelo. Se agachó y al recogerlo vio que era un libro de cuentos. ¡Qué alegría, ya tengo un cuento más!, se dijo.

Cuando lo ojeó, se dio cuenta de que ese cuento no lo conocía y nunca había oído hablar de él. Pero vio que sus hojas estaban muy estropeadas.

Muy contento con su nuevo cuento, llegó a casa y se lo mostró a su mamá.

-Pero hijo, está hecho un desastre, dijo.-Ya lo sé, pero lo arreglaré y verás qué bien se queda. Subió a su habitación, tomó el cuento y lo examinó más detalladamente.

Verdaderamente está hecho un desastre, pensó… pero seguro que lo dejaré nuevo.

Con la goma borró todo lo que estaba señalado. Con ayuda de su mamá planchó las hojas que estaban arrugadas, y entre los dos las cosieron al lomo del libro, que quedó casi perfecto. La portada del cuento tenía partes irrecuperables, pero Carlitos estaba seguro de que la dejaría como nueva.

Mamá –dijo muy orgulloso Carlitos. ¡¿A que el cuento parece otro?!

-Sí, está como nuevo: has hecho un buen trabajo.

-No habría podido hacerlo sin tu ayuda.

 

Por la noche se durmió pensando en su nuevo cuento: Ya tengo cinco cuentos, se decía; enseguida tendré seis, siete, ocho… y después la docena, hasta que llene toda la habitación… y cayó dormido acariciando el cuento.

Al día siguiente comenzó a leerlo. Era la historia de una niña que vivía con su abuelita en el bosque.

-Qué historia tan bonita la del cuento, mamá; es preciosa.

-¿De qué trata?  -Es de una niña que vive en el bosque con su abuela. Te lo dejo para que lo leas.

Cuando volvió Carlitos del cole, le preguntó: ¿Te ha gustado el cuento?

¿De qué decías que trataba?, dijo la mamá.

-De una niña y su abuela.

-¿Estás seguro?

– Pues claro. A Nicky, a Rupert y a mí nos ha encantado.

-¡Pues vaya: la historia que yo he leído es de una niña que quiere ser conductora de trenes!

¡Pero eso es imposible, mami!

-¡Míralo tú mismo!

¡Cómo es posible!, dijo el niño después de mirarlo bien: ¡Esto es otro cuento nuevo!

-Puede ser que como estabas con sueño lo hayas soñado, dijo la mamá…

-No sé, no sé, dijo Carlitos.

-Bueno, a partir de ahora escribiré cada historia en mi cuaderno y así no me confundiré.

Esa tarde cuando salió a pasear a Nicky y a Rupert, iba pensando en la cosa tan extraña que había sucedido con su cuento. ¿Me ayudáis a solucionar el enigma?, dijo al gato y al perro; porque yo estoy seguro que el cuento era de una niña y su abuela.

El gato miró a Carlitos y maulló, al tiempo que se le erizaba el rabo. El niño lo acarició y dijo: ¡Tú has visto algo que  yo no sé!. Rupert miró hacia la ventana de la habitación de Carlitos y vio cómo dos geniecillos se colaban en ella; Nicky se acercó al árbol cuyas ramas llegaban hasta la ventana de Carlitos y olisqueó su tronco, mientras los geniecillos se escondían entre las páginas del cuento. 

   FIN

© Mª Teresa Carretero García