Castro de arriba era un pequeño pueblo de montaña. La escuela del pueblo estaba cerrada, también la farmacia y el centro de salud. Vivían en el pueblo tres familias: las de Blasa y Perico, Adelina y Jesús, Octavio y Electra, todos muy mayores; no querían abandonar su pueblo.
Ana era una niña de ciudad. Su papá se quedó sin trabajo y toda la familia estaba muy preocupada. Un amigo de su papá quiso ayudarle y le dijo: Pedro, tengo en Castro de Arriba una casa a la que nunca voy. Necesita muchos arreglos. Si quieres, te la vendo. -Pero yo no tengo dinero para pagártela. -No te preocupes: cuando puedas, me la pagas. Solo te pido una cosa: que me hospedes en tu casa cuando vaya al pueblo –Eso está hecho, dijo muy sonriente el amigo.
En la cena, Pedro les dijo en la cena a su mujer y a Ana: un amigo me ha ofrecido una casa en un pueblo, ¿os gustaría ir a vivir en él? – Nos encantaría, dijeron las dos a la vez.
Al domingo siguiente fueron a visitar la casa de Castro de Arriba.
Cuando la vieron, Ana y María se quedaron mudas – ¿Pero esto es la casa?, dijo al fin Ana muy decepcionada.
Las ventanas estaban medio rotas, las contraventanas medio sueltas, la puerta atrancada e hinchada de la humedad, una parte del tejado medio hundido y las gallinas de los vecinos paseándose por la cocina. -Pero papá, esto es una pocilga, una cuadra, un, un… -No sigas, hija. Está muy mal pero es lo único que nos podemos permitir. Todo se puede arreglar con trabajo y empeño; y entre los tres la dejaremos como nueva. –Pero papá, ¡si habría que derribarla!. -Vamos a examinar las habitaciones, y ya veremos.
Terminada la inspección dijo el papá mientras sonreía y se frotaba las manos: ¡Esto no está tan mal. -Tu has visto otra casa, dijo Ana – No, nena; esto tiene muchas posibilidades. Ya verás que cuando empiece el cole estaremos instalados en la casa. -Mucho tendrá que cambiar para que podamos vivir en ella, pensó Ana. La cocina y las dos habitaciones de abajo las podemos poner pronto a punto, prosiguió él. Venga, moveos. Os veo a las dos muy paradas, vamos, vamos, que pronto nos podremos instalar en nuestra casita. Ana, elije una de las dos habitaciones de abajo para ti, abre la ventana, barre el suelo y piensa cómo dispondrás tu habitación. De mala gana la niña obedeció a su padre. –Mientras, revisaré el piso superior, que es el que más problemas tiene. Yo revisaré la cocina y veré lo que puedo hacer -añadió la mamá, quien muy contenta decía desde la cocina: ¡sale agua por el grifo y hay luz, esto marcha y está mejor de lo que pensaba!.
Esa tarde, cuando se volvían a la ciudad, la casa parecía otra: La planta baja estaba para ser ocupada, salvo pintar y sustituir algún cristal roto. – ¿Ves?, mira todo lo que hemos hecho entre los tres en un solo día, dijo la mamá. -Mamá: ¿y si se nos cae el tejado? – Eso no dejará papá que ocurra, antes de vivir en la casa, el techo estará arreglado y como nuevo.
Cuando comenzaron las vacaciones de verano, todo estaba preparado para llevar los muebles al pueblo e instalarse en la casita.
Poco a poco, Anita le fue tomando cariño a la casa. Su habitación había quedado preciosa y por primera vez tenía una chimenea en su cuarto.
Cuando se instalaron en la casa, hicieron una fiesta de inauguración e invitaron a merendar a las tres parejas que vivían en el pueblo. Blasa y Perico les regalaron un gallo y una gallina para que tuvieran pollitos y huevos frescos todos los días. Adelina y Jesús, que tenían muchas tierras, les dejaron un huerto para que plantaran frutas y verduras. Además en el huerto había un castaño y un nogal -las castañas y las nueces le encantaban a Ana. Octavio y Electra les dieron las llaves de la vieja panadería y les dijeron: si queréis, os enseñaremos a hacer pan y dulces típicos de la zona. Y por el huerto no os preocupéis, dijeron todos: nosotros os enseñaremos a cultivarlo y os diremos cuándo se tiene que plantar cada cosa.
Los papás de Ana agradecieron su amabilidad a los vecinos.
¿Y cómo se va a llamar la casa?, preguntaron los ancianos a la vez. Pues… no sabemos, respondieron los papás sorprendidos. Blasa apuntó: la tradición es que el nombre lo ponga la persona más joven de la casa. Anda, me toca a mí, dijo la niña. Tras pensarlo decidió: se llamará Casa Vieja. Y con ese nombre se quedó.
Toda la familia aprendió a hacer pan y dulces y pusieron la panadería en marcha. El pan y los dulces que hacían eran demasiados para los nueve vecinos, así que pensaron y pensaron. Al fin decidieron que se dedicarían a vender lo que hacían. El papá bajó un día al valle y habló con el jefe de Correos. Este dijo que podían subir a recoger los dulces para enviarlos a otros pueblos. Pronto se supo que los dulces y el pan eran artesanales y venía gente a comprarlos y a pasar el día en el pueblo.
Poco después vino otra familia, que abrió el bar restaurante, donde daban ricas comidas y también una pequeña tienda donde tenían de todo: comida, ferretería y más cosas. Los ancianos estaban muy contentos porque su pueblo estaba menos despoblado. Eso los hacía muy felices.
Al verano siguiente vino otra familia con cuatro niños y Ana ya no necesitaba pasar tiempo con las gallinas y los conejos: ahora tendría amigos de verdad. El papá era un gran carpintero que hacía muebles y también los vendía mediante el Servicio de Correos.
Los nuevos vecinos se reunieron y consiguieron tener acceso a Internet. Eso lo cambió todo: ahora podrían vender y ser conocidos en muchos lugares del país y del mundo.
En otoño se abrió la escuela, pues ya había niños suficientes. A los ancianos les encantaba escuchar la sirena llamando a los niños al colegio y sobre todo las risas de los niños y niñas, que resonaban como un eco por las calles del pueblo.
Poco después vino otra familia que hacía telas de artesanía y abrió una tienda de moda ecológica, que también se dio a conocer por Internet.
Un día llegó Juan, un joven zapatero: hacía zapatos a medida y también vendía por Internet.
Poco a poco fueron viniendo más vecinos, hasta que Castro de Arriba llegó a ser un pueblo conocido, con más de doscientos habitantes: Blasa y Perico, Adelina y Jesús y Octavio y Elena estaban muy felices. Enseñaban a los nuevos vecinos todo lo que sabían. Ayudaron a la gente a arreglar las casas y a comenzar en sus negocios. Ana estaba muy contenta: ella y su familia habían conseguido salvar un pueblo y hacer felices a sus seis habitantes, que no tuvieron ya que abandonar el pueblo.
Publicaron la historia de cómo recuperaron el pueblo, que desde entonces fue conocido como El Pueblo de los Artesanos.
Ana aprendió que con esfuerzo y voluntad se pueden arreglar muchas cosas, como ellos hicieron con el pueblo, que pasó de estar despoblado a ser un pueblo alegre y lleno de vida.
F I N © Mª Teresa Carretero García