Había un pueblecito de hadas en un bosque muy frondoso. El pueblo tenía una plaza donde se reunían para las cosas importantes; también tenía una escuela, una guardería, un gimnasio y una biblioteca.
No tenía ni tiendas, ni médico, porque las hadas utilizaban su varita mágica para obtener la comida que les gustaba y para curarse cuando se ponían enfermas.
El pueblo era muy especial: en invierno las casas estaban muy cerca unas de otras, pues con el frío a las hadas les gustaba mucho sentirse cerca. En verano, las casas se distanciaban, tenían todas grandes jardines.
Las hadas cuidaban con mimo el pueblo. Por grupos se distribuían el trabajo. Unas se dedicaban a que estuviera el pueblo muy limpio y a que las aceras estuvieran bien enlosadas, para que las hadas viejecitas no tropezaran.
Lo más interesante del pueblo era un semáforo, que funcionaba cuando había muchas hadas volando al mismo tiempo. El semáforo tenía formas de girasol, de pájaro, de dragón… Cada día era diferente y eso divertía a las pequeñas aprendices de hadas. La presidenta de las hadas se llamaba Muguinda, quien junto con un consejo de hadas y las profesoras supervisaba los estudios de las aprendices de hadas en la guardería y en el colegio.
A las pequeñas aprendices de hadas les enseñaban en la guardería a hablar, a jugar y a cantar canciones de hadas. También hacían ejercicios para que les salieran las alas poquito a poco. Las haditas que iban al colegio ya tenían sus alas, que eran muy finas y transparentes. Una asignatura muy importante era aprender y ayudar a las compañeras a cuidarlas y cómo evitar que se estropearan. Esta clase la daba el hada cuidadosa. El hada mágica les enseñaba a hacer magias increíbles. El hada generosa les enseñaba a prestar ayuda a quien la necesitara.
Lo que más gustaba a las aprendices de hada era la clase del hada traviesa. En ella podían hacer las travesuras que quisieran: gritar, encaramarse al techo, volar boca abajo, convertirse en animalillos…
En el colegio aprendían las palabras mágicas, para cada ocasión y cómo actuar cuando se encontraran con brujas o genios.
Un día ocurrió un hecho extraordinario: Apareció en la plaza del pueblo un geniecillo, era casi bebé. Lo llevaron al hada presidenta. ¿A qué venís a mi casa, pasa algo?, preguntó Muguinda. Pues sí: Hemos encontrado en la plaza esta criatura llorando. Muguinda miró al bebé, que le sonrió e intentó tocarla. Muguinda se quedó pensativa y dijo con voz muy seria: ¿habeís visto que no es un hada, verdad?. Sí, respondieron ellas, ¿ pero qué hacemos con él?, ¿lo abandonamos y que muera de frio?. No, dijo Muguinda: las hadas están para ayudar y eso haremos. Nos quedaremos con él.
Arturín era muy aplicado. Cuando llegó el tiempo de ir a la guardería surgió un problema: Arturín no era un hada, pero tenia que ir a la guardería para aprender como las demás y decidieron que lo educarían como ellas sabían: en una guardería para aprendices de hadas. Y eso hicieron.
Arturín aprendía lo mismo que las pequeñas haditas. Al terminar la guardería, sus compañeras tenían sus incipientes alas. Arturín estaba muy preocupado porque a él no le estaban saliendo. Muy triste le dijo a su mejor amiga: ¿ Es qué yo nunca tendré alas?. -No te preocupes: tú sigue haciendo los ejercicios y ya verás como te crecen.
Cuando Arturín aprendió a leer, iba mucho a la biblioteca y cada vez que encontraba un libro que hablara de las alas de las hadas se lo leía de carrerilla. En uno de los libros leyó que una vez a un hada no le salieron alas, pese a lo cual fue muy feliz, pues al tener que moverse andando, conoció a mucha gente a la que pudo ayudar. Esto lo contó a otra amiga que le confirmó que su abuela no tenía tampoco alas.
Las compañeras se dieron cuenta de lo importante que era para Arturín tener alas. Entonces pidieron ayuda a las hadas Cuidadosa y Generosa. Con su ayuda construyeron unas alas hechas de hilos de seda, rayos de sol y de luna y gotitas de rocío ensartadas como si fueran perlas entre besos y caricias de hada, unas brillantes alas. Arturín ya se había resignado a no tenerlas. Cada hada recibió su varita mágica para toda su vida. Arturín recibió su varita y también las preciosas alas hechas por sus compañeras y profesoras.
Tan contento se puso, que olvidó la varita y estrechó entre sus brazos las alas, llorando de alegría. Por la noche no cesaba de acariciar sus alas; antes de dormirse las guardó con cuidado en el armario. Soñó que tenía en la espalda sus alas y que podía volar junto a sus compañeras. Al despertar no vio sus alas en el armario ni en la habitación. ¡Qué pena!, exclamó. Pero al momento… se vio en el espejo y con sorpresa comprobó que las llevaba en su espalda. Al tocarlas vio que las tenía adheridas como todas las haditas. Sonrió al notar que se elevaba en la habitación. Por fin Arturín tenía sus hadas y como sus amigas haditas podía volar.
FIN © M T Carretero