Lola era una caracola que vivía en una playa. Iba creciendo y ya había cambiado de caparazón dos veces.
Ahora tenía un gran problema: Había crecido mucho y ya no cabía en su caparazón. Tenía que salir de él y temía quedar desnuda y sin casa.
Cada día se despertaba muy temprano e iba por toda la playa a buscar un caparazón de caracola de su tamaño, pero no encontraba ninguno. Preguntaba a las caracolas ancianas, pero no habían visto ningún caparazón que pudiera servirle a Lola.
No te preocupes, Lola, tú encontrarás uno; sigue buscando, le decían. Cuando estaba sola, Lola lloraba y decía: ¿Dónde iré yo sin caparazón? Cualquier gaviota me comerá. Las otras caracola no querrán estar conmigo. Las olas me arrastrarán a la arena y me quedaré enterrada para siempre. Si no hubiera crecido tanto, esto no me pasaría. ¡Qué mala suerte tengo!
Una mañana lloraba y lloraba. Un ermitaño que estaba tomando el sol la oyó y le preguntó: ¿Estás triste, caracola? ¿Te pasa algo?
Ella se echó a llorar. -Si no me cuentas lo que te pasa, no te podré ayudar, dijo él.
Verás, Bernardo –ese era su nombre-, no encuentro una casita para mí y pronto vendrá el invierno. Necesito una cáscara nueva. Ya ves: con esta se me sale todo el cuerpo.
Tú no llores, Lola, que pronto tendrás una casita, dijo Bernardo.
Él se lo contó a otro ermitaño y ese a un erizo y el erizo se lo contó a un caballito de mar y este a un grupo de peces amigos suyos. Todos se pusieron a buscar un caparazón para Lola la caracola.
A Lola le daba vergüenza pasearse por la playa con su caparazón pues casi no cabía en él, y los demás animales la miraban extrañados. Pasaron los días y llegó la primera tormenta.
Lola intentaba encogerse para caber en el caparazón, pero el agua se llevó su casita y ella se quedó desnudita. Desde entonces, nadie volvió a ver a Lola por la playa ni en el mar.
Bernardo el ermitaño la buscó por la playa, por las rocas, por la arena. Un día la vio temblorosa y llorando de nuevo. –Ay, Lola, por fin te encuentro; te estaba buscando; creía que te habías ido de la playa.
Ella decía entre sollozos: ¿Y dónde voy a ir con esta pinta? Buaaa buaaa…
-No llores; muchos animalitos están buscándote casita y seguro que te encontrarán una. Tengo una de un ermitaño que te puede servir; ¿la quieres? –Sí, por favor, que paso mucho frío y mucho miedo por la noche sin casita.
Bernardo el ermitaño la llevó a una cueva donde había muchos caparazones y Lola eligió uno.
Era precioso, de colores naranja, rosa, marfil, lila y verde. Y cabía en él muy bien. Gracias, Bernardo, dijo Lola; ya no tengo miedo porque tengo mi casita.
Ves cómo todo tiene solución? Por ahora, tienes tu casita, aunque sea de otra clase de caracola.
Los demás animales seguirán buscando hasta que te encuentren una igual a la que tú tenías. Lola dejó de estar triste y se bañaba y jugaba con todos sus amigos.
Siempre estaba contenta, cantando canciones e inventando historias que sus amigos escuchaban a la luz de la luna. Y en la cueva de Bernardo el ermitaño, Lola guardaba todas las caracolas que encontraba, para que las pudieran usar sus amigas cuando fueran creciendo. FIN
© Mª Teresa Carretero García