A Marta le gustaba mirar las gaviotas cuando de mañana sobrevolaban la playa en dirección sur. Iban en grupos grandes y pequeños, o solas.
En un grupo vio una gaviota muy blanca: parecía de algodón.
Cuando por la tarde volaron sobre la playa para recogerse a dormir, Marta hizo a aquella gaviota un gesto de saludo. La gaviota se dio cuenta.
A partir de ese momento, cuando pasaba cerca de casa de Marta, si la niña no estaba en el balcón, la llamaba con sus grititos.
Un día, la gaviota no pasó; tampoco al día siguiente ni al otro.
Marta dijo a su mamá: no veo a la gaviota. No te preocupes, contestó ella: habrá ido a otro lugar. Una mañana se posó en la barandilla del balcón una gaviota, pero no era su amiga. –¿Quieres pan? le preguntó Marta. –No, vengo a decirte que tu amiga la gaviota está enferma, que por eso no viene con nosotras.
-Y ¿dónde está?, preguntó Marta. –En la playa del Norte, escondida en unas rocas, respondió la gaviota.
Gracias, dijo Marta.
Esa mañana cogió la bici y se fue a la playa del Norte, a donde estaba la gaviota; la gaviota se puso muy contenta al verla. ¿Estás bien, gaviota? preguntó Marta algo preocupada.
Tengo una herida en un ala. Déjame verla, por favor, replicó la niña.
Marta examinó el ala y dijo: Mañana vendré a curarte.
Gracias, niña, dijo la gaviota.
Marta fue a casa de su abuelo, que era veterinario. Le explicó lo que le pasaba a la gaviota. Él le dio medicinas para curarla y le indicó cómo hacerlo.
Gracias, abuelo, por tu ayuda; muchas gracias.
Y así Marta curó a la gaviota.
La gaviota se puso buena y volvió con el grupo de las gaviotas amigas.
Y cada vez que pasaba cerca de su balcón, la gaviota gritaba, y si estaba Marta, se posaba en la barandilla y dejaba que ella le acariciara la cabecita.
Y fueron buenas amigas durante muchos años.
FIN © M. T. Carretero