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Sultán Perro Pastor

Sultán Perro Pastor

Un pastor cuidaba sus ovejas con la ayuda de Sultán su perro ovejero.

José, el pastor, quería mucho a su perro, lo había cuidado desde cachorro. Lo instruyó como perro ovejero y lo convirtió en el mejor perro guardián de ovejas de toda la comarca. Sultán siempre estaba atento a las órdenes de José y a los silbidos que le daba.

Un silbido largo significaba que había ovejas alejadas del rebaño, varios silbidos cortos  querían decir que tenía que reunir a las ovejas, un chasquido de la lengua de José le avisaba de que tenía que poner a las ovejas en marcha: en ese caso Sultán les daba un pequeño mordisco en las paticas traseras, pero siempre con mucho cuidado de no hacerles daño. Como las ovejas son  gregarias: lo que hace una lo hacen las demás, le era muy fácil trabajar con el pastor José. Este lo cuidaba mucho, lo alimentaba bien, lo llevaba al veterinario cada año y lo trataba con mucho cariño como a un compañero de trabajo y decía: “Un buen perro pastor es el mejor regalo para mí y para mi rebaño.”

José se hizo mayor y dejó de trabajar. Sultán estaba triste y pensaba: veremos a ver qué nuevo dueño me tocará ahora… nunca encontraré un amo tan bueno como José.

El pastor se reunió con sus hijos y les dijo: ¿Alguno de vosotros quiere ocupar mi puesto de pastor?.Tenía cinco hijos, pero ninguno quería ser pastor. 

-Pues si nadie quiere ocupar mi puesto, me veré obligado a vender mi rebaño y mi perro a un pastor que quiera ejercer mi oficio.

José estaba triste, pues siempre había pensado que uno de sus hijos lo sucedería como pastor.

Pasaron los días y Andrés, el hijo pequeño, dijo a su padre: Yo cuidaré de las ovejas. -¡Pero hijo: si a ti no te gustan ni las ovejas, ni los perros!. – Es igual; los cuidaré.

El padre se quedó muy preocupado, pero que Andrés cuidara las ovejas era mejor que venderlas a un desconocido.

Andrés se fue al monte con el ganado y con Sultán. Efectivamente era un pastor con muy mal carácter. Se pasaba el día dando gritos a las ovejas y al perro, y lo único que conseguía era asustar a las ovejas y poner nervioso a Sultán.

¡Qué mala suerte he tenido con este amo! No sabe nada ni de ovejas ni de perros ovejeros.

Cada día llevaba las ovejas al monte y se acostaba a la sombra de un árbol. El pobre Sultán tuvo que aprender a acarrear ovejas, a traerlas si se alejaban, a reunirlas… todo eso sin recibir instrucciones de su amo.

A veces se le olvidaba a Andrés llevarlas al abrevadero a beber agua o dar de comer a Sultán. Poco a poco fue disminuyendo el rebaño: había ovejas que ya no daban leche y Sultán comenzó a  adelgazar por falta de comida.

Un día hubo una gran tormenta con truenos y rayos. Las ovejas se asustaron y se dispersaron.

Sultán, con mucha paciencia las fue reuniendo a todas diciéndoles: No temáis, que yo os llevaré al refugio. Vosotras seguidme rápido, que pronto llegaremos.

Muy cansado llevó las ovejas al refugio y las dejó bien resguardadas.

Entonces se dio cuenta de que Andrés estaba bajo un árbol que había sido partido por un rayo. Con todas sus fuerzas, aunque le quedaban pocas, arrastró a Andrés al refugio y lo tapó con la manta de pastor. Estaba Sultán muy cansado y sin fuerzas. Se quedó enseguida dormido.

Cuando despertó, reconoció la casa de José: estaba con su antiguo amo, que lo sostenía en brazos y lo acariciaba.

Prepararon a Sultán una buena comida. Andrés, su nuevo amo, se acercó y le dijo: Sultán, has sido muy valiente. Muchas gracias por salvarnos de la tormenta a las ovejas y a mí. Eres el mejor perro pastor del mundo y te prometo que te trataré bien. Gracias, amigo Sultán.

Y el perro se puso en pie, se acercó a Andrés, movió el rabo y ladró alegremente.

FIN     © Mª Teresa Carretero García

El Don de Fortunato

El Don de Fortunato

Fortunato era un niño muy especial.

Antes de nacer Fortunato, su madre, Celia, tuvo una visión muy extraña: Se le apareció una mujer muy guapa con un vestido cuajado de estrellas de mil colores. Tenía una piel muy blanca, los  ojos de color miel y unos labios rojos como pétalos de una rosa.

Se dirigió a Celia y le dijo: Cuando nazca tu hijo tendrá un don especial. ¿Cuál será?, preguntó Celia. La mujer desapareció en un instante, sin responder a la pregunta.

Por la noche le contó la visión al marido. -No te preocupes mujer, ha sido solo un sueño; te habrá sentado mal la cena. -No, no: era tan real como te estoy viendo a ti, los colores de los árboles del bosque eran de un verde como nunca había visto. –Claro, eran de un sueño. Lo mejor es que te olvides de eso.

Pasaron los meses y nació el niño, que era precioso: parecía un muñequito.

-¿Qué nombre le pondremos? preguntó el papá. -Yo le pondría Fortunato.  -Pero mujer, a mi me parece un nombre muy largo para un niño tan pequeño. Ya sé, estás pensando en la aparición.  -Claro, si es cierto que tiene un don, será un niño afortunado.  -Si es lo que te gusta, le pondremos ese nombre, añadió el padre.

Y así el bebé pasó a llamarse Fortunato. Siempre estaba sonriendo, nunca lloraba ni se enfadaba. Si se le caía la chupeta esperaba pacientemente a que se la colocaran de nuevo, y si le daban el biberón un poco más tarde, tampoco se enfadaba.

-Qué suerte hemos tenido de tener un bebé tan bueno, decía la mamá de Fortunato.

El niño fue creciendo; le encantaba que su mamá lo pusiera en el jardín de la casa para mirar las flores y los pájaros.

Un día Celia observó que cuando Fortunato salía al jardín, los pajarillos y las mariposas se acercaban a él y comenzaban a rodearlo y a cantar con bonitos trinos. Lo que más extrañaba a Celia era que rodearan al niño  pajarillos, mariposas, abejas, chicharras, que nunca le picaban…

Fortunato fue creciendo y aprendió a hablar. Un día en el jardín de casa  Celia observó a su hijo. Hablaba con los animalillos:  -Hola amiguitos, buenos días: ¿Cómo estáis esta mañana? Los pajarillos trinaban y las mariposas se acercaban a sus oídos; los abejorros zumbaban,  y lo más extraño era que él entendía lo que hablaban. Otro día lo escuchó decir: – Hoy os pondré   nombre para poder dirigirme a cada uno de vosotros. No arméis tanto ruido y dejadme pensar.

La mamá escuchaba atónita la conversación…Entonces recordó el sueño que tuvo antes de que naciera Fortunato y dijo en voz alta: El don era que podría hablar con los animales. Cuando venga mi marido le diré mi descubrimiento.

El papá la escuchaba atentamente mientras Celia repetía: Te aseguro que lo he visto yo misma, nuestro hijo tiene ese don.

Una mañana, Fortunato, fue de excursión con su clase a una granja cercana. El granjero les enseñó  sus animales. Tenía cerdos, ocas, pollos, gallinas, conejos, ovejas y dos burritos. El granjero presumía de sus animales. Un niño preguntó: ¿cuántos huevos ponen las gallinas cada día?.

El granjero se puso serio y respondió: hace una semana que han dejado de poner huevos y no lo entiendo.

Entonces Fortunato preguntó: ¿podemos ver  las gallinas? – Claro, venid conmigo.

Fortunato se acercó a una gallina, la acarició y todas las gallinas del gallinero se apiñaron a su alrededor y comenzaron a cacarear.

El granjero, sus compañeros y la profesora se quedaron muy extrañados. ¿Qué tenía Fortunato con las gallinas, que todas cloqueaban a su alrededor?

Cuando salieron del gallinero, Fortunato le dijo al granjero: las gallinas están bien, pero asustadas porque desde hace varios días un zorro se acerca al gallinero e intenta abrirlo para comérselas. Eso las estresa y hace que no puedan poner huevos. Cuando se solucione el problema,  pondrán más huevos que antes. Muchas gracias niño, nunca olvidaré tu ayuda.

-Señor granjero: al pasar junto a un burrito he visto que estaba triste. -Es cierto,  lo he llevado al veterinario. Dice que está muy sano para su edad. -Podría acercarme a él? – Claro que sí.

Fortunato se acercó al borrico; tras escuchar un rato sus rebuznos, volvió junto a sus compañeros y el granjero, algo nervioso, preguntó: ¿ qué  le pasa a mi borrico?. Fortunato dijo sonriendo: no se preocupe, el burrito está bien. Está triste porque cree que como es viejo lo va a  vender y traerá otro joven. A él le gusta vivir con usted y con  todos sus amigos en esta granja.

El granjero, con lágrimas en los ojos, dijo: No lo voy a abandonar, porque a los buenos amigos nunca se los abandona, aunque estén viejos y ya no puedan trabajar. Efectivamente, traeré otro joven para que me ayude en la granja y haga las tareas que él ya no puede hacer, pero aquí hay sitio para  tres burritos.

Él me acompaña desde hace tiempo y yo lo considero un amigo. Díselo, Fortunato, por favor. El burrito tras escuchar al niño se acercó a su amo y empezó a rebuznar de alegría mientras todos los niños reían y hacían palmas.

Así fue como los niños y niñas de su clase supieron que tenían un compañero muy especial a quien recurrir cuando sus mascotas se pusieran tristes o enfermas. Fortunato fue feliz porque  con su don podía ayudar a sus compañeros y amigos.

F I N    © Mª Teresa Carretero

Valiente, la Corderilla

Valiente, la Corderilla

Como cada día, la corderilla Valiente salía al prado a comer hierba fresca.

Valiente sabía que tenía que vigilar y tener cuidado.

 No debes alejarte del grupo, le había aconsejado su mamá: hay un lobo que se lleva corderillas jóvenes como tú para comérselas.

Mamá, preguntaba la corderilla valiente: ¿y por qué hace eso?

No lo sé, respondió la mamá de Valiente.

Pero ese lobo ¿se alimenta solo de corderillas? Pues yo no le dejaré que me coma. No, no lo dejaré.

Esa noche la corderilla soñó que se la comía el lobo y en el sueño lloraba y lloraba llamando a su mamá.

Desde aquel momento, Valiente siempre estaba vigilante. Nunca descuidaba la guardia  y no se alejaba de las corderas y borreguitos mayores.

Un día oyó Valiente unos gritos muy tristes cerca de donde pastaba. Dejó de comer y se puso a escuchar atentamente. Los gritos venían de entre unos árboles cercanos.

Miró alrededor y dijo: ¿Quién llama?  Pensó: alguien necesita mi ayuda, puede que esté alguien en peligro. Y como ella era la corderilla Valiente, con cuidado se dirigió al sitio de donde venían los gritos de auxilio. Ahora los oía muy claramente: ¡Socorro, auxilio, ayuda por favor..!

Cuando llegó quedó paralizada: ¡era el lobo que se comía las corderillas jóvenes!

Ah, eres tú, dijo ella ¿Qué haces ahí?. El lobo, con voz lastimera le dijo: Soy un lobito bueno, que he pisado una trampa que han puesto al lobo que se come las ovejitas.

¡Ah, ya! Respondió Valiente la corderilla muy enfadada. ¡Estás mintiendo, lobo malo!, añadió. El único lobo que hay por estos prados eres tú, tú, comedor de corderillas! ¡Así que no te soltaré!

El lobo, llorando, le dijo: pero estoy atrapado y no me puedo soltar. El cepo me ha hecho daño en una patita y si no me ayudas, me moriré aquí.

La corderilla Valiente le dijo aún más enfadada: Eso lo dices para darme lástima y que te suelte, pero seguro que cuando estés libre intentarás comerme. No me engañes, eres malo y no quieres a nadie, eres un egoísta y solo piensas en ti.

El lobo guardó silencio y al poco dijo: Y por qué no pensamos en algo que nos sirva a los dos?

Buena idea, dijo ella; me sentaré aquí al lado a pensar. Pero no tardes, que la patita me duele mucho, dijo el lobo.

Mira, lobo, dijo Valiente: yo te soltaré pero primero prométeme que no comerás ni a mí ni a ningún cordero ni cordera del prado, o no te suelto.

El lobo contestó: pero es que me pides un sacrificio muy grande, grandísimo y no sé si lo podré cumplir, porque yo siempre he comido corderillas, que están buenísimas (y dijo esto relamiéndose).

La corderilla Valiente le dijo: no digas tonterías: O me prometes que nunca más comerás corderas ni corderos o no te suelto.

Pero es que es tan fuerte y tan difícil lo que me pides, que no sé si lo podré cumplir. Pues piénsalo bien: O me prometes que nos dejarás en paz o te dejo en el cepo.

La corderilla, mientras tanto se iba alejando del lobo.

No, no te vayas, vuelve, gritaba el lobo: no me dejes así.

El lobo comenzó a llorar y la corderilla volvió, pues le dio lástima.

Venga, ¿te decides o no? Porque mi mamá me está esperando, dijo Valiente.

Bueno, dijo el lobo entre sollozos: libérame y me volveré vegetariano para siempre jamás.

¿Lo prometes? Lo prometo, palabra de lobo bueno.

La corderilla liberó al lobo de la trampa, lo llevó a un riachuelo y le puso en la patita una cataplasma de hierba; dijo: estate dos días sin moverte y al tercer día tendrás la patita bien. Y se marchó.

Tiempo después una corderilla en el prado gritó: ¡Que viene un lobo! ¡Que viene un lobo!

Todas, asustadas, formaron un círculo cerrado para defenderse.

Cuando la corderilla Valiente vio al lobo, dijo: no os asustéis, es mi amigo lobo y solo come hierba: es vegetariano.

¿Y eso cómo es? Dijeron sus amigas corderas. ¡Es una larga historia!, respondió Valiente mientras se acercaba al lobo para saludarlo.

FIN   

©Mª Teresa Carretero García

El León y el Conejito

El León y el Conejito

Un león paseaba por la selva, muy enfadado. Rugía sin parar grr. grr. grr., tengo hambre, tengo mucha hambre.

Los animales se escondían, se subían  a los árboles, cuando el león tenía hambre, pues se ponía furioso.

Se cruzó con  un conejito. Hola  señor león, buenos días, saludó el conejito. El león le respondió grr… grr… grr… ¿Dónde va tan serio?, preguntó el conejito.

Tengo tanta hambre que me comería cualquier cosa. Incluso a ti, dijo el león. El conejito, separándose un poco le dijo: pero los leones no comen conejitos: somos muy pequeños y tenemos muchos huesos.

¿Si te ayudo a encontrar comida, dejarías tranquilos a los animalitos de la selva?

Bueno, dijo el león, si la comida me gusta, a lo mejor.

El conejito habló con los monos, que trajeron plátanos y piñas. Los elefantes trajeron sabrosas ramas muy dulces. Las jirafas cogieron las manzanas más grandes de los árboles. El hipopótamo trajo sabrosos pescados muy grandes. Los pájaros también ayudaron y les dijeron que  había un búfalo ahogado en el río.

Todos ayudaron y prepararon un gran banquete. Asaron el búfalo con manzanas, piña y las ramas dulces de árbol.

El león durmió la siesta. Después se preparó para la cena, se bañó, se secó bien al sol y se peinó la hermosa y larga cabellera.

Todos los animalitos preparaban la cena del león. Cada uno ayudaba como podía. Los pajarillos buscaron hojas que colocaron a modo de mantel.

Los monos pelaron las frutas y las colocaron sobre él junto con las otras viandas. La jirafa, con su gran cuello oteó un asiento para que el león estuviera cómodo.

El conejito formó un coro, que cantaba y bailaba al son de la música de otros animalillos. Cuando la cena estuvo preparada, despertaron al león, que se puso a seguir el rastro de la comida con su buen olfato.

Al ver la cena, se puso muy serio. El conejito le preguntó: Señor león, ¿es que no te gusta lo que hemos preparado?

El león tosió un poco y dijo con fuerte voz: nunca nadie me había preparado una comida como esta. Todos se sentaron en silencio, esperando la reacción del león cuando terminase de comer. Y dijo: ¡Vamos, ¿qué esperáis? Que suene la música, bailemos todos.

El conejito le preguntó: pe pe… pero te ha gustado?

Claro que sí, chaval, todo estaba muy bueno. Si me preparáis comidas así, nunca más perseguiré ni me comeré a ningún animal de la selva.

Y desde entonces los animales de aquella selva tuvieron al león como amigo. Los animalitos quisieron agradecer al conejito su ayuda y le hicieron una gran tarta de zanahorias, que era lo que más le gustaba.

El león aprendió a convivir con los demás animalitos y muchas veces él también ponía la mesa, buscaba la comida y la cocinaba. Era un bosque conde reinaba la armonía.

FIN                ©  María Teresa Carretero

El Libro de Carlitos

El Libro de Carlitos

Carlitos era un niño a quien le encantaba leer. Su gato Nicki y su perro Rupert lo escuchaban cuando les leía los cuentos. A veces  inventaba y cambiaba cosas, ponía un personaje nuevo o encerrado en una mazmorra… o un dragón malvado  que asustaba a los niños y niñas.

Como solo tenía cuatro cuentos, se los sabía de memoria. Le encantaba construir esos castillos, mazmorras y otras cosas que inventaba, con el sillón de su mesa de estudiar, la silla, las sábanas, la papelera y todo lo que encontrara. El gato y el perro escuchaban sus cuentos en silencio, sin pestañear.

Cuando su mamá lo llamaba para merendar,  Carlitos guardaba el libro, ordenaba la habitación y decía: ya bajamos mamá. Y los tres bajaban rápidamente la escalera.

¿Qué hacías arriba Carlitos?

-Estaba leyendo un cuento a mi público, decía.

La mamá, sonriente, respondía ¡qué cosas tienes, Carlitos!, y entonces el perro ladraba y el gato maullaba, diciendo en sus lenguajes que les encantaba.

Pero Carlitos, decía la madre: ¡Si ya te sabes los cuentos de memoria!

Claro, pero no tengo otros –respondía el niño… ¡Y me gusta tanto leer!

Este año pediré a Papá Noel un libro gordo de cuentos, o mejor una maleta de cuentos.

-¡Buena idea!, me encanta que te guste leer, dijo la mamá; eso es muy importante.

Un día, cuando volvía del cole vio un libro en el suelo. Se agachó y al recogerlo vio que era un libro de cuentos. ¡Qué alegría, ya tengo un cuento más!, se dijo.

Cuando lo ojeó, se dio cuenta de que ese cuento no lo conocía y nunca había oído hablar de él. Pero vio que sus hojas estaban muy estropeadas.

Muy contento con su nuevo cuento, llegó a casa y se lo mostró a su mamá.

-Pero hijo, está hecho un desastre, dijo.-Ya lo sé, pero lo arreglaré y verás qué bien se queda. Subió a su habitación, tomó el cuento y lo examinó más detalladamente.

Verdaderamente está hecho un desastre, pensó… pero seguro que lo dejaré nuevo.

Con la goma borró todo lo que estaba señalado. Con ayuda de su mamá planchó las hojas que estaban arrugadas, y entre los dos las cosieron al lomo del libro, que quedó casi perfecto. La portada del cuento tenía partes irrecuperables, pero Carlitos estaba seguro de que la dejaría como nueva.

Mamá –dijo muy orgulloso Carlitos. ¡¿A que el cuento parece otro?!

-Sí, está como nuevo: has hecho un buen trabajo.

-No habría podido hacerlo sin tu ayuda.

 

Por la noche se durmió pensando en su nuevo cuento: Ya tengo cinco cuentos, se decía; enseguida tendré seis, siete, ocho… y después la docena, hasta que llene toda la habitación… y cayó dormido acariciando el cuento.

Al día siguiente comenzó a leerlo. Era la historia de una niña que vivía con su abuelita en el bosque.

-Qué historia tan bonita la del cuento, mamá; es preciosa.

-¿De qué trata?  -Es de una niña que vive en el bosque con su abuela. Te lo dejo para que lo leas.

Cuando volvió Carlitos del cole, le preguntó: ¿Te ha gustado el cuento?

¿De qué decías que trataba?, dijo la mamá.

-De una niña y su abuela.

-¿Estás seguro?

– Pues claro. A Nicky, a Rupert y a mí nos ha encantado.

-¡Pues vaya: la historia que yo he leído es de una niña que quiere ser conductora de trenes!

¡Pero eso es imposible, mami!

-¡Míralo tú mismo!

¡Cómo es posible!, dijo el niño después de mirarlo bien: ¡Esto es otro cuento nuevo!

-Puede ser que como estabas con sueño lo hayas soñado, dijo la mamá…

-No sé, no sé, dijo Carlitos.

-Bueno, a partir de ahora escribiré cada historia en mi cuaderno y así no me confundiré.

Esa tarde cuando salió a pasear a Nicky y a Rupert, iba pensando en la cosa tan extraña que había sucedido con su cuento. ¿Me ayudáis a solucionar el enigma?, dijo al gato y al perro; porque yo estoy seguro que el cuento era de una niña y su abuela.

El gato miró a Carlitos y maulló, al tiempo que se le erizaba el rabo. El niño lo acarició y dijo: ¡Tú has visto algo que  yo no sé!. Rupert miró hacia la ventana de la habitación de Carlitos y vio cómo dos geniecillos se colaban en ella; Nicky se acercó al árbol cuyas ramas llegaban hasta la ventana de Carlitos y olisqueó su tronco, mientras los geniecillos se escondían entre las páginas del cuento. 

   FIN

© Mª Teresa Carretero García