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Azul, color del Arco Iris

Azul, color del Arco Iris

Azul era un color obediente. Nunca se había separado de los otros colores. Aquella tarde, después de la lluvia todos los colores del Arco se habían colocado en fila uno a uno ocupando su lugar exacto en el cielo: en riguroso orden, uno junto a otro se extendieron en arco tomados de la mano, formando una curva bien redondeada.  Sabían que niños y mayores saldrían a admirar su belleza y colorido.

Azul era muy joven… y se aburría de hacer cada vez lo mismo, siempre igual. Él quería tener una vida algo más divertida. Por la noche, cuando los colores se retiraron a dormir a sus camitas de algodón, Azul se dijo: mañana me marcho a recorrer mundo y a buscar divertidas aventuras.

Sin decir nada a nadie tomó un hatillo y se marchó antes de que amaneciera.

No sabía adónde dirigirse. Se sentó con su hatillo. Esperó un poco a que saliera el sol, luego se dirigió hacia donde iluminaban los rayos solares. Oyó un sonido que se acercaba: era una bandada de pájaros volando, que pasaban y se iban alejando hacia el horizonte. Le encantaba ese vuelo libre y veloz: decidió seguirlos. Pronto comenzó a sentir sed y se detuvo junto a una fuente. Allí descansó y bebió agua.

Había cerca unas hojas de árbol bien grandes.

Azul pensó: estaría muy bien que me hiciese un sombrero con esas hermosas hojas… pero no sé cómo unirlas para hacerlo. Un animalillo lo observaba desde su escondite; le dijo: ¿No sabes cómo hacerte un sombrero con esas hojas, eh?. –Pues no, no lo he hecho nunca y me vendría bien para protegerme del sol, ¿sabes tú cómo se hace? –No, pero un amigo mío te puede enseñar. -¿cuándo? –Ahora.

El animalillo dio un fuerte silbido y apareció un pequeño ratón de campo. ¿Quién me llama con tanta prisa?, dijo. –Amigo ratón, aquí Azul necesita de tu ayuda: enséñale a hacerse un sombrero.

–Muy bien, ahora mismito: y con sus rápidos movimientos de uñitas y dientecitos, en un chís-garabís hizo de las hojas un precioso sombrero. Toma, dijo el ratoncito: ya lo puedes usar.

Gracias, muchas gracias; ¿qué puedo yo hacer por ti? –Nada, me lo ha pedido el amigo y yo le he complacido; ¿tienes hambre?  –Un poco, dijo Azul. –Pues ahora traigo algo. Y en menos de un minuto apareció con un cuenco de avellanas, que a Azul le encantaron; hasta entonces solo había comido sopa de nubes.

Me encanta esto que coméis, dijo Azul, pero lo que yo quiero es conocer mundo y correr aventuras. Y los dos dijeron a una: -Si eso es lo que quieres, debes cumplir tu sueño. –Mirad: si queréis que vuelva azul cualquier cosa, os lo puedo hacer. Ellos dos cuchichearon algo y luego dijeron: Bien, cámbianos el color, que queremos divertirnos un poco. Azul pronunció unas palabritas y sus dos amigos se volvieron completamente azules. Enseguida fueron a mirarse en el agua de un estanque: ¡Era cierto, ahora eran azules!

Se pusieron a andar por el monte y se encontraron a un pitufo, que se enfadó muchísimo al verlos de ese color. ¡Venid aquí!, dijo en voz alta, muy serio. ¿Qué hacéis, de ese color azul? Es el color de los pitufos y vosotros no podéis ir así; ¡bañaos en el arroyo y quitaos ese color!

Pero oiga, que no es pintura: nos ha puesto de ese color nuestro amigo Azul y no nos lo podemos quitar. ¡Bueno, pues poneos algo encima: un disfraz o lo que queráis: No os quiero ver así!. Y se fue muy enfadado.

En una casita cercana cenaban una niña y un perro. El perro comenzó a ladrar y la niña salió a la puerta con un palo paya ahuyentar a aquellos extraños.

Al ver a Azul cansado y con frío, se le acercó: -¿Estás solo? –Sí, viajo para conocer mundo y correr aventuras. -¿Y nadie te acompaña? – No. –¿Tienes hambre? –Sí, y también sed y sueño; ¿te importa que duerma junto a tu casa? –No, no; pero mejor estarás dentro: pasa, te podré un plato.-Gracias, niña; me llamo Azul, ¿y tú? .- Mariela. Y mi perro, Cariñoso. Es mi fiel amigo.

 

Después de cenar, colocaron entre los dos un colchón cerca de la chimenea. Mariela y Cariñoso se fueron a dormir y Azul quedó en el salón. Azul estaba muy contento de la suerte que había tenido en su primer día de aventuras. Durmió de un tirón hasta que el sol le guiñó en su cara despertándole.

Salió a la puerta para despedirse y vio a la niña y el perro en el porche pelando manzanas.

.–¿Qué hacéis? –Preparando las manzanas para hacer rica mermelada para el invierno: cuando comience a nevar será muy difícil bajar al pueblo. ¿Estás preparado para el viaje? -¿Es que hay que prepararse? –Claro: habrá lugares en que no encuentres comida ni agua ni sitio donde dormir. –Anda, no lo había pensado.

Mariela se puso seria y dijo: Antes de hacer un viaje hay que planificarlo. –Y entonces ¿dónde está la aventura, Mariela?.- No te preocupes, Azul: siempre surgirán un montón de cosas inesperadas. –¡Pero si ya he comenzado el viaje, Mariela!¡No puedo volver con mis amigos sin haber vivido una aventura!

La niña seguía callada pelando sus manzanas… y de pronto dijo -¡Ya lo tengo!, te quedarás conmigo y con mi perro hasta que aprendas lo básico para viajar solo. –¡O. K., choca esos cinco! (el perro se levantó y extendió su manita para chocarla también). ¿Cuándo empezamos, Mariela?. –Esta tarde; ahora puedes pasear por aquí cerca; luego pondremos la mesa entre los tres y comeremos. –De acuerdo, Mariela; hasta ahora.

Las lecciones comenzaron esa tarde, y eran:

La primera, saber orientarse: los puntos cardinales. Azul los conocía y sabía que de día te guía el sol y de noche las estrellas.

La segunda lección era hacer fuego. Le costó un poco más, porque el palito se le escurría de la mano. La tercera era buscar agua; a Azul le encantó aprenderlo. La cuarta, saber qué se puede comer y qué no y la quinta buscar refugio.

-¡No sabía yo que había que aprender tantas cosas para ir de aventuras!

–Claro, a veces tendrás que dormir al raso tapándote con lo que encuentres. Otras veces el viento te impedirá andar. Otras, tendrás que usar el ingenio para encontrar agua y comida. Cuando sepas todo eso serás un perfecto explorador.

Al cabo de un mes, Azul empezó a echar de menos las tareas que él tenía con sus amigos haciendo el Arco Iris.

Un día llovió mucho. Mariela y Cariñoso salieron a admirar el Arco Iris. Azul quedó impresionado: en medio de los colores había una franja en blanco, era el hueco que había dejado en el arco Iris. – ¡Qué pena: sin ti no parece realmente el Arco Iris!, dijo Mariela. Cariñoso, entretanto miraba a Azul y ladraba.

La gente se extrañaba del nuevo Arco Iris con una franja en blanco. ¿Qué habrá pasado?, se preguntaban todos.

Los demás colores se colocaban como mejor podían; formaban una fila impecable y perfecta, pero nada podía suplir la ausencia del Azul. Fue entonces cuando él se dio cuenta de que la mejor aventura que le había sucedido en su vida era formar parte del Arco Iris y poder alegrar a niños y mayores después de la lluvia.

Un día dijo Mariela: Azul, ya estás preparado para vivir aventuras. –Sí, pero me he dado cuenta de que mi mejor aventura es formar parte del Arco Iris. Mañana volveré con mis amigos. –Si es lo que tú quieres, me alegro por tu decisión. –Gracias por todo. He aprendido mucho contigo y con Cariñoso. Lo hemos pasado muy bien; hasta pronto. Adiós, amigos.  

Y diciendo esto se volvió para encontrarse con sus compañeros.

Días después llovió. Mariela y Cariñoso salieron a  contemplar el Arco Iris: Azul lucía más espectacular y brillante que nunca.         

FIN                                       ©  Mª Teresa Carretero

Juanito y los Colores

Juanito y los Colores

Juanito era un niño que vivía en el campo con sus papás. Era pequeño y aún no iba al colegio. Se divertía jugando con las piedras y persiguiendo a las gallinas. A veces ayudaba a su mamá en pequeñas tareas. Un día su mamá le dijo: Juanito, tráeme de la cocina el delantal rojo. Y Juanito trajo uno azul. Su mamá se quedó muy pensativa…
Otro día le dijo: Juanito, acércame el vaso amarillo; y Juanito le llevó un vaso verde.La mamá de Juanito comenzó a preocuparse y consultó al médico.
Le hicieron muchas pruebas en el pueblo y en la ciudad. Al final dijo el médico: el niño está muy bien, no tiene nada; sólo que no sabe distinguir los colores. Juanito ve el mundo en blanco y negro. Su mamá se puso triste e intentó enseñarle los colores.
Inventó muchos juegos para que Juanito aprendiera a distinguirlos: Ella ponía papeles de colorines por la casa y Juanito tenía que juntar los que eran iguales. Si acertaba, lo premiaba con galletas y caramelos. Jugaban también a hacer torres con cajas de colores. A veces la torre era de un solo color y otras veces de muchos colores. Pero a pesar de que Juanito ponía todo su interés, no aprendía.
Cuando se hizo un poco más mayor, comenzó a ir al colegio y surgieron los primeros problemas. En el colegio Juanito tampoco conseguía aprender los colores… y, lo que es peor, los niños se reían de él. Esto lo ponía muy triste y pensaba… aunque no sé los colores, puedo jugar con los niños al fútbol, puedo correr, tirar piedras al río: para eso no necesito conocer los colores. Además yo sé muy bien los nombres de los niños del equipo de fútbol y no me equivocaré nunca aunque se cambien la camiseta…
Poco a poco, Juanito fue volviéndose menos alegre. Su mamá se dio cuenta y le preguntó: Juanito, ¿te pasa algo? Te noto triste… ¿tienes algún problema?. Y Juanito contestaba: no es nada, mamá… no me pasa nada.
Un día Juanito fue a pasear al bosque cerca de su casa, que él conocía muy bien.
Cuando se cansó de andar, se recostó sobre el tronco de un árbol grande y se puso a llorar. Pero el árbol no estaba deshabitado: en él tenían su casa una pajarita de las nieves, una mariposa, un gusano verde y una ardilla.
Al oír el llanto del niño, los animalitos salieron de sus casitas y les dio mucha pena ver a un niño tan guapo llorando. Lentamente y sin hacer ruido, se acercaron a él y se pusieron a hablarle: ¿Qué te pasa, niño? ¿por qué lloras? ¿es que te has perdido en el bosque?
Pero Juanito lloraba y lloraba. Los animalitos se movían y revoloteaban junto a él. Le sacaban la lengua y le hacían guiños… pero él no se reía y seguía llorando.
Por fin habló y les contó su problema…
Ellos se rieron mucho y le dijeron todos a la vez: ¡Pero si eso no tiene importancia! Nosotros te enseñaremos los colores. Juanito volvió al bosque varias veces por semana para aprender los colores con los animalillos. La primera lección fue muy sencilla: cada uno se presentó y dijo su color.

Yo soy el gusano Margarito y soy verde. Yo soy la pajarita de las nieves y soy blanca y marrón. Yo soy Belinda, la mariposa, soy amarilla y tengo dos lunares azules en mis alas. Yo soy la ardilla aventurera, y… fíjate bien: soy pelirroja.
Cuando Juanito distinguió los colores de sus amigos, aparecieron más y más amigos: una hormiga marrón, un lagarto verde y gris, una mariquita roja y negra, un saltamontes de color piedra…
Juanito se dio cuenta de que cuando veía en cualquier parte un color como el de sus amigos lo sabía distinguir, y eso lo ponía muy alegre.
Comenzó a hacer excursiones con sus amigos los animalillos y a encontrar nuevos colores. Conocieron a una rata de río de color gris y ya no se le olvidó el color.
Vio en el río un pato blanco y otro negro y marrón… y de pronto se dio cuenta de que las orillas del río estaban repletas de florecillas de muchos colores: azul, violeta, rosa, rojo, naranja y amarillo.
El cielo era muy azul y el sol era rojo intenso. De pronto, vio cómo las nubes blancas se ponían del color de la rata de río y más oscuras aún. Y comenzó a llover fuerte.
Los animalillos se refugiaban donde podían, pero él seguía mirando los colores de las cosas y descubrió que cada color tenía muchos tonos y matices.
Dejó de llover. Los animales salieron de sus escondites y le mostraron a Juanito el arco iris. Le pareció tan bonito que no quería irse de allí.
Contó los colores hasta que se quedó ronco: ¡azul! ¡verde! ¡amarillo! ¡rojo! ¡naranja! ¡morado!.
Los animalillos le aplaudían, se reían, bailaban y daban volteretas sobre la hierba aún húmeda. Esa tarde, los animalitos y Juanito hicieron la fiesta más bonita que jamás había tenido lugar en el bosque.
Comieron endrinas azuladas, moras blancas y moradas, manzanas verdes y amarillas, nueces y castañas marrones, y fresas rojas. Juanito volvió al pueblo muy contento. Desde lejos distinguía las casas blancas con sus tejados rojos, y con sus puertas y ventanas verdes.
Al pasar junto a un grupo de niños, éstos se reían de él y le decían: Juanito, si nos traes la pelota roja, te dejamos jugar con nosotros… y se volvían a reír.
Juanito, escogió la pelota que le dijeron, se la dio a un niño y se marchó. Tenía prisa por contarle a su mamá que ya conocía los colores y los distinguía como los demás niños.
FIN                                                       © Mª T. Carretero