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La Joven del Cántaro

La Joven del Cántaro

Andrea era una joven que vivía con su abuela y su perro en una casita de la montaña. Junto a la casa había un terreno en que cultivaba verduras y frutas. También criaba gallinas, conejos y unas ovejitas. Siempre estaba pensando Andrea en arreglar la cocina de su abuela y en comprarle una cama más cómoda y una mecedora. Estos pensamientos le hacían trabajar más con el afán de conseguirlo.

Su abuela le decía a menudo: no te ilusiones demasiado, que a veces las cosas que pensamos no se hacen realidad. Pero ella seguía soñando,

Cada jueves tenía lugar en el pueblo un mercado al que acudían los aldeanos y las gentes de la montaña a vender queso, miel, fruta y verduras. La noche antes del mercado le dijo Andrea a la abuela: mañana bajaré al mercado del pueblo a vender la leche de nuestras ovejas, los dos quesos que tú has hecho y los huevos que han puesto las gallinas.

Al día siguiente se levantó muy pronto, tomó las cosas que iba a vender y se dispuso a  emprender el camino. La abuela le dijo: Llévate a Perico para que te cuide y te proteja, es un perro muy fiel. Dirigiéndose al perro añadió:

Cuida bien a Andrea, que es lo más importante que tengo. El perro ladró varias veces guau guau guau. Está bien, sé que me has entendido. Y tu Nena: ve con cuidado de que no se te rompan los huevos ni se te derrame la leche. Así lo haré abuela.

Caminaba Andrea muy contenta cantando y pensando lo que haría con el dinero de la venta de la leche, los quesos y los huevos. Compraré más ovejas.

 Y como venderé más leche  y haré más quesos,  con el dinero que me dé compraré más gallinas.

y cuando  venda los huevos y más leche haré una cuadra para meter más ovejas y haré un gallinero más grande y con todo lo que vaya ganando podré comprar una casa nueva con una gran cocina y dos dormitorios y tendré muchos vestidos, conoceré la ciudad…

Iba pensando en todo ello, cuando tropezó con una piedra. Se le cayó el cántaro y se le derramó la leche, los huevos al caer al suelo se rompieron y los quesos se le cayeron por un barranco. Perico, el perro ladraba desesperadamente al ver como lloraba la joven. Andrea se sentó al borde del camino y entre sollozos decía: Todas mis ilusiones se han marchado con la leche los huevos y los quesos.

Intentó tranquilizarse, para no inquietar a la abuela, pero cuando esta la vio llegar supo que: algo había pasado. Acariciándola le dijo: No te preocupes, tesoro, ha sido un accidente. Volveremos a hacer quesos, a recoger los huevos y a guardar la leche. Pronto volveremos  a ir al mercado.

¿Has aprendido la lección?, pues eso es lo importante.

 A veces las cosas no son fáciles de conseguir, pero si te empeñas con trabajo e ilusión lo conseguirás.

Abuela y nieta se fundieron en un abrazo, mientras Perico ladraba y movía el rabo de alegría.

F I N   Basado en el cuento de La Lechera. 

Un Amigo Invisible

Un Amigo Invisible

Eulalia era una anciana que vivía sola;  poco a poco se había quedado el pueblo sin gente; ni un solo amigo: se habían ido yendo todos a la ciudad, los jóvenes y los mayores. Se cerró el colegio, también la iglesia, las tiendas…
Ella estaba a gusto sola, pues era muy valiente y no tenía miedo.
Se levantaba temprano y daba de comer a sus gallinas, ovejas y a su vieja vaca Margarita.
Hola, Margarita, le decía, buenos días, ¿cómo estás? Y la vaca le respondía: Muuu. –Muy bien, Margarita; yo también estoy bien; ¿te canto una canción mientras te ordeño?, y Margarita volvía a decir Muuu. Eulalia comenzaba a cantar. Las gallinas, empezaban a cacarear, los corderos se ponían muy contentos, los gallos entonaban su más sonoro ki-kirikí y entonces las gallinas empezaban a poner huevos una tras otra.
Qué contentos estamos todos, ¿eh?, les decía.
La cuadra y el gallinero eran un alegre griterío con el mugir de la vaca, el cacareo de las gallinas, el kikirikí de los gallos y el balar de las ovejas. Y ella decía: Yo con vosotros soy feliz y no necesito de nadie más.
Ha comenzado el otoño y pronto llegará el frio. Tengo que preparar todo para el invierno. Cortaré mucha leña para calentarme; parece que este invierno hará más frío.
Mañana tomaré el hacha e iré al bosque a cortar leña de unos árboles secos que he visto.
Y a la mañana siguiente, Eulalia cuando salía con su hacha, vio al lado de su casa… ¡un montón de leña ya cortada! ¡Vaya! ¡esto sí que es un regalo!, se dijo. No sé quién habrá sido, pero yo soy una mujer de suerte.
Por la noche, al cerrar las ventanas antes de acostarse, vio que una de ellas no cerraba bien, y pensó: hay que arreglarlas antes de que venga el frío, mañana lo haré. Al día siguiente fue por unos libros de la biblioteca de la escuela, pues ella guardaba la llave. Esa tarde la pasó leyendo en casa. Al ir a cerrar las contraventanas se llevó una sorpresa: ¡Anda! ¡La ventana me la han arreglado y cierra perfectamente! Soy muy, muy afortunada: me aparece cortada la leña y la ventana se me arregla de un día para otro…
El gato de Eulalia, de nombre Compañero, era friolero y dormilón. Una noche después de la cena estaba enroscado como un ovillo junto a la chimenea. –Ya tienes frío, Compañero, le dijo Eulalia; y el gato levantó la cabeza y se puso a ronronear. Ella entonces recordó que en mucho tiempo no había limpiado la chimenea porque la escoba de deshollinar tenía el palo roto. Hay que limpiarla para poder encender bien el fuego. Mañana le haré un mango nuevo a esa escoba con esas cañas gordas que hay junto al río. Pero deshollinar… es trabajo duro: no sé si lo podré hacer.
Al día siguiente, a la hora de la siesta estuvo leyendo y se quedó dormida un largo rato. Cuando despertó vio restos de hollín por el suelo. ¡Madre mía!, gritó, al ver que estaba la chimenea limpia como los chorros del oro. ¡Se ha limpiado sola!, exclamó. ¡Qué dices, Eulalia!, se corrigió– eso que digo es imposible, nada se limpia solo; ¡aquí hay gato encerrado!

-Miau, Miau! , chilló Compañero enfadado. ¡Que no estoy encerrado, que estoy aquí!
-Esto lo ha hecho alguien, porque en este pueblo no hay, ni nunca hubo, fantasmas. Además los fantasmas solo asustan y no hacen tareas de la casa.
Salió a la puerta y se puso a bailar de contenta; cantaba:

Con sueeeeerte. Con mucha sueeeeerte.
Soy mujer con mucha, con mucha, con mucha sueeerte.
Y los animales, al oírla cantar, comenzaron también a entonar sus melodías. Amigas mías, decía: Sabed que soy una mujer con mucha suerte.
Contempló la noche estrellada, con un cielo muy limpio, y pensó: Una de estas noches caerá la primera nevada. Tengo que recoger las verduras de mi huerta antes de que puedan helarse. También recogeré las manzanas, las peras y alguna granada que aún queda en el árbol. Tuvo un dormir muy tranquilo y feliz al pensar que su casa estaba arreglada y su chimenea bien limpia.
¡Qué disgusto se llevó por la mañana cuando no había verduras ni frutas en su huerto! ¿Quién se las habrá llevado?; me he quedado sin nada.
Bueno, será alguien que las habrá necesitado. Aún puedo conseguir que me traigan lo que necesito, porque ya pronto aparecerán los cazadores y me ayudarán.
Cuando volvió a la casa, al acercarse a la cuadra vio la puerta del almacén abierta y dentro bien ordenadas, todas sus verduras. Alguien se las había recogido. Eulalia, esto no es magia –se dijo- esto es alguien que nos está ayudando.
Miau, miau –asintió Compañero. ¿Quién eres?, gritó Eulalia, ¿estás ahí, buen amigo?, sal, que quiero conocerte. Nadie contestó y Eulalia entró en su casa y cerró la puerta.
Siguió muy atenta a cualquier ruido, tenía curiosidad por averiguar qué pasaba o quién era su amigo invisible. Compañero, decía a su gato: No estamos solos; hay alguien en el pueblo que nos ayuda. Un rato después encontró delante de su casa la fruta recogida. Compañero, dijo al gato: Es el amigo invisible que vela por nosotros y nos ayuda. Soy la mujer con más suerte del mundo.

Y ya no buscó más quién era; sabía que tenía un amigo invisible y eso le bastaba.
Esa noche, en otra casa del pueblo, unos troncos ardían en la lumbre. Un hombre calentaba sus manos al fuego de la chimenea. Era Juan, el hijo del herrero, que había vuelto al pueblo para quedarse. Por el cielo volaba el geniecillo protector de los ancianos.
FIN              © Mª Teresa Carretero

 

 

El Gatito que no tenía Nombre

El Gatito que no tenía Nombre

Había una vez un gatito que vivía en un parque. Un día encontró un perrito que se llamaba Sam.

Oye, gatito, dijo Sam: cómo te llamas? — El gatito se quedó pensando y dijo: No tengo nombre.

El perrito pensó un poco y dijo: No puede ser; todos tenemos un nombre. —Sí, dijo el gatito, pero yo estoy solo y nadie me ha dicho cómo me llamo.

Sam dijo: pues yo te pondré un nombre. ¿Cómo quieres que te llame, gatito?–No sé, me llamaré como tú quieras, y sonrió.

Sam pensó: es muy difícil elegir un nombre para alguien pues lo llevará toda la vida.–A ver, dijo Sam, déjame pensar un ratito.

Se sentaron en silencio los dos. De pronto el perro dio un grito y dijo: ¡Ya lo tengo! Te llamarás Bird.

¿Cómo?, dijo el gatito: eso es pájaro, no me gusta.–Tengo otro, dijo Sam: ¡ Chocolate!

Tampoco me gusta! —¡Pues qué difícil es poner un nombre!

Oye, ardilla: dinos un nombre para el gatito.

Pues, pues… Segismundo.

El gatito dijo: ¡Es muy largo!

Entonces le pidieron ayuda a un pájaro. Dijo: pues ponedle Arbolgrande.

No, no me gusta ese, dijo el gatito.

Le pidieron ayuda a una mariquita y ella dijo: ¡Color rojo!, a mí me gusta mucho.

No, dijo el gatito: no me gusta.

Bueno, ya sé: como es tan difícil me quedaré sin nombre.

Un niño pasaba por allí y los oyó hablar. ¿Queréis que os ayude?, preguntó.

Sí, por favor, dijeron todos.

Pues te puedes llamar Harry, como mi primo. Y todos aplaudieron y se rieron mucho.

Y el gatito decía: ¡mi nombre es Harry, mi nombre es Harry!

El Enanito que quería Crecer

El Enanito que quería Crecer

Facundo era un enanito muy alegre y divertido. Siempre estaba de buen humor y no cesaba de cantar y bailar. Le gustaba mucho pasear por el bosque y coger flores y frutas. Cuando no podía alcanzar algo, silbaba fuerte y enseguida venía un pajarillo que avisaba a los animalitos para que le ayudaran.
Hola, Facundo, ¿dónde vas?, le dijo una conejita. Voy a ver si encuentro setas para comer.- Pues ten cuidado, que algunas son venenosas. -Creo que sé distinguirlas, pero gracias por tu consejo.
Ese día no encontró ninguna seta, pero aún le quedaban en su despensa unas zanahorias. Se encontró con su vecina la ardilla y le dijo: Señora Ardilla, me puede ayudar? -¿Qué te pasa, Facundo?, dijo ella -Pues que se me ha terminado la miel y necesito más: me la puedes coger de ese panal que hay en el árbol?
-Claro que sí, respondió la ardilla; hablaré con la abeja reina.

La vida en el bosque era tranquila, pero… Un día llegó al bosque un zorro rojo. Este zorro se reunía con los animales y les hablaba sobre la vida que había llevado en un bosque de la ciudad.
Todos quedaban maravillados de las cosas que contaba y poco a poco la vida en el bosque fue cambiando. Los animalillos dejaron de ayudarse unos a otros. Casi no se hablaban y el enanito dejó de cantar y estar feliz. Cuantas más cosas maravillosas contaba el zorro, más descontentos se ponían sus amigos del bosque.
Facundo comenzó a pensar que era muy desgraciado por no conocer la ciudad. Pero lo peor fue que un día se miró en el agua de un estanque y dijo: Qué feísimo que soy, qué cabezón tan grande tengo, qué piernas tan pequeñas, qué brazos tan cortos… No sirvo para nada; soy un feísimo enano. Desde entonces no salió a pasear; quería estar solo para que nadie lo viera.
Una noche buscaba comida, pues ya no salía de día. Se encontró con la conejita, que le dijo: Hola, Facundo ¡Cuánto tiempo sin verte! ¿Has estado fuera? – No; ¿dónde quieres que vaya este pobre enanito?, contestó.
-¿Qué dices? ¡este no es mi Facundo, me lo han cambiado!
-Es verdad, dijo Facundo; ya no soy feliz siendo un enano. -Pero, ¿qué dices, Facundo? No te reconozco.
-Me da igual, conejita: Ya no quiero ser enano; quiero crecer y haré todo lo que pueda para conseguirlo. Me han dicho que hay un mago que puede hacerme grande y voy a verlo.
-Te equivocas, Facundo: cada uno es como es, por algo.
-Pues yo, quiero crecer y hacerme grande, insistía él. -Bueno bueno, no discutamos, tú haz lo que quieras, Facundo. – Eso es lo que voy a hacer ahora mismo, dijo él .
La conejita se quedó pensando: ¿Cómo ha podido cambiar tanto Facundo? No lo reconozco… Y se dio cuenta de que no solo Facundo había cambiado: también eran diferentes los otros animalillos del bosque. Ahora estaban todos descontentos de cómo eran: todos querían ser de otra manera.

 

 

  Pasó el tiempo y la conejita se encontró con otro habitante del bosque. Era un muchacho alto que vagaba de un lugar a otro sin rumbo. Le dijo: Hola amigo, ¿Eres nuevo en el bosque? . -Qué va, contestó. Siempre he vivido aquí.
-¿Y cómo es posible que no te haya conocido hasta hoy? -Sí que me conoces, soy Facundo. -Pero, ¿Facundo, Facundo? Mi amigo el enanito?, dijo la conejita. -Sí, ese mismo.
–Fuiste al mago, ¿eh Facundo? -Ya ves que sí. Y he crecido muchísimo. -Estarás feliz. –No, estoy triste.
–¿Y por qué?, ya eres grande, Facundo, y eso es lo que querías.
-Llevas razón, conejita, pero ahora estoy triste y solo. Mira: ahora no me sirve mi ropa de enanito, ni mi cama, ni mi silla, ni mis platos ni mi casa, Y vivo a la intemperie. En verano paso calor y en invierno frío.

-Válgame, exclamó la conejita: Pues sí que tienes problemas.
-Y eso no es lo peor, -¿Pero hay algo más?, preguntó ella.
–Claro, mucho más: ahora estoy muy solo porque todos los animalitos dicen que no me conocen, que soy nuevo y que no me han visto nunca.
-Pues sí que tienes problemas, Facundo, cuánto lo siento.
– Imagínate: toda la vida queriendo crecer y ahora que he crecido soy muy infeliz. -¡Quiero ser un enanito como antes! -Por favor, conejita ayúdame a ser como antes.
-Bueno, tendré que hablar con el mago, dijo la conejita. Pero ya sabes que no le gusta deshacer sus magias: se enfada muchísimo.
-Por eso, te pido ayuda, conejita, para que el mago me vuelva como antes y sea un enanito feliz. Ahora soy grande pero soy muy desgraciado.
Pasó una semana y la conejita vio acercarse a un enanito que cantaba feliz por el camino.
Hola, conejita, soy yo Facundo. -Ya te veo: vuelves a ser como antes. -Sí, conejita, y estoy muy contento. Cada uno es como es: yo soy un enanito pero muy, muy feliz. Y se fue cantando por el camino. 

–Adiós, Facundo. -Adiós conejita: hasta mañana.

FIN     © Mª Teresa Carretero García

 

El Caramelo Melo

El Caramelo Melo

El caramelo Melo iba muy contento con sus compañeros en una bolsa de celofán que llevaba un niño en la mano.

Me los comeré cuando llegue al parque, pensó el niño. Me sentaré en el parque, tomaré un caramelo de limón y lo chuparé lentamente hasta que se deshaga en mi boca.

Al cruzar la calle se le acercó un gran perro, le arrebató la bolsa de celofán y se la llevó entre los dientes.

El niño corrió tras el perro, pero no lo pudo alcanzar. Los caramelos chillaban asustados en la bolsa, pues el perro la sujetaba como a una presa entre sus dientes.

¿Qué hacemos? Preguntó el caramelo de naranja a sus compañeros.

Pues nada, dijo el caramelo de fresa: estamos atrapados en la boca del perro y en el celofán.

Pues yo, dijo Melo, el caramelo de limón, intentaré escaparme.

No lo hagas, le aconsejaron los caramelos de chocolate, vainilla y naranja muy asustados: Te perderás por ahí fuera.

Bueno; yo lo intentaré, dijo el caramelo Melo. Si me pierdo, ya veré lo que hago.

El caramelo Melo aprovechó un agujero de la bolsa que un colmillo del perro había hecho.

Con mucho cuidado y sin moverse, fue haciendo más grande el agujero hasta que cupo por él.

.

En un descuido del perro, viendo que estaban en un parque… ¡zas!: se tiró al césped, que era mullido, y no se hizo daño.

Se quedó largo rato tendido en la hierba sin moverse.

Comprobó que no había nadie cerca, se levantó y empezó a buscar un banco vacío.

 Después de caminar un rato, encontró un banco; en él había un niño sentado. ¿Me puedo sentar contigo? preguntó el caramelo Melo. Si, dijo el niño, pero hoy no tengo ganas de hablar.

¿Qué te pasa?  – Pues… estoy un poco triste: un perro me ha quitado mi bolsa de caramelos. 

-¡Qué pena!, dijo el caramelo Melo; y añadió: yo iba  con mis compañeros en una bolsa. La llevaba un niño y un perro se la arrebató. Pero yo me he escapado y busco al niño para que me coma.

– ¡Qué suerte!, caramelo Melo! Tú estabas en mi bolsa que me quitó el perro. ¡Qué amable!. Gracias por buscarme. – No hay de qué; yo solo quería conocer al niño que me compró.               

-Bueno, continuó Melo: y ahora si quieres me puedes comer. -No, caramelo Melo; te guardaré para recordar que no perdí todos los caramelos.

Y se fue contento a casa abrazando al caramelo, mientras cantaba una canción.

FIN                                  © Mª Teresa Carretero García