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El Soldadito de Plomo

El Soldadito de Plomo

Karl era un niño que vivía en una casita con sus padres en una bonita ciudad. Estaba muy contento, pues faltaban solo unos días para su cumpleaños. Mamá, preguntó: ¿qué me vais a regalar por mi cumpleaños?. -Es un secreto. ¡Pero mamá!…, replicó Karl. -Ten paciencia hijo, pronto lo verás. Llegó el día del cumpleaños. Apagó las velas y comió la tarta. Entonces su papá le trajo una caja con un lazo verde, que él se apresuró a deshacer y abrir. Dentro había 15 soldaditos idénticos, con los pantaloncitos azules, las casacas rojas y sus gorras. Papá, dijo emocionado: nunca había tenido tantos juguetes juntos. Los soldaditos estaban hechos de un cuenco de plomo. Pero como eran tantos, para el último faltó material y el soldadito se quedó sin una pierna. Eso no le preocupaba, a nuestro soldadito, él era feliz, desfilaba junto a sus compañeros y permanecía erguido junto a los demás. Por la noche, Karl subió su caja de soldaditos a su habitación. La colocó en un mueble y sacó uno a uno los soldaditos. Nuestro soldadito miró alrededor: tras él había un bonito castillo de cartón. De pronto observó en el mueble una hermosa bailarina que danzaba. Miró sus piernas: vio cómo la bailarina, danzaba sobre una única pierna, y viéndola como él, se enamoró perdidamente de la muchacha.

-Hola soldadito. – Hola bailarina, ¿quieres ser mi amiga? .- Claro que sí, soldadito. Desde ese momento, pasaban el tiempo hablando y contándose historias.
En la habitación de Karl había un payaso, antipático que no hacía reír a nadie. El payaso estaba enamorado en secreto de la bailarina. No puedo soportar que ese soldadito hable tanto con mi bailarina, decía.
A la bailarina le gustaban las flores. Una mañana que la ventana estaba abierta, el soldadito salió al alfeizar de la ventana y cogió de una maceta unas pequeñas margaritas para su bailarina. El payaso que vigilaba al soldadito corrió a la ventana para cerrarla. Nuestro soldadito intentó impedirlo, pero resbaló y cayó al jardín.
Qué mala suerte, nadie me verá aquí tendido en el césped, se dijo; y se puso a mirar el cielo que comenzaba a oscurecerse. De pronto comenzó a llover más y más. Todo el jardín se encharcó y el agua fue arrastrando el soldadito hasta la puerta de la casa y por la calle. Al doblar una esquina, fue engullido por una alcantarilla. Esto está muy oscuro, pero yo no tengo miedo, pensó. Así recorrió parte de la ciudad bajo el suelo. Vio luz a lo lejos, al tiempo que oía el ruido del agua más fuerte. Bueno, se dijo, ya estoy en el mar. Pero era un lago. Entonces comenzó a nadar hacia la orilla, mientras pensaba: pronto estaré fuera del agua.

 Aún le aguardaban más peligros. Todo volvió a oscurecerse de nuevo. ¡Pero, otra vez! dijo en voz alta , algo enfadado. Miró a su alrededor y vio que estaba dentro de la boca de un pez.

Pero tampoco tuvo miedo. Resbaló por la garganta y bajó hasta su barriga.
Allí permaneció durante varios días. Él se entretenía cantando y pensando en su bailarina.
Una mañana el pez dejó de nadar, pero nuestro soldadito no se preocupó porque seguía sin tener miedo.
Mientras tanto, Karl había buscado por toda su habitación al soldadito, pero no lo encontró. Estaba triste porque había desaparecido uno de sus soldaditos.
Su mamá, para animarlo, fue al mercado a comprar pescado para hacerle su comida favorita.
Cuando llegó a casa, se puso a preparar el pescado y cuando abrió la barriga del pez dio un grito al ver el soldadito de plomo que su hijo tanto había buscado.
Cuando Karl vio el soldadito, se puso muy contento. Lo cogió entre sus manos, lo lavó con mucho cuidado y lo colocó junto a sus compañeros.
El soldadito estaba tan contento que temblaba de felicidad. Miró a la bailarina que le sonreía muy contenta. Esta se acercó al soldadito y le dio un beso. Por la noche el soldadito contó su aventura a todos los juguetes. Ellos alabaron su valentía y pasó a ser el héroe de todos los juguetes. El payaso se escondió avergonzado en una caja y el soldadito fue muy feliz con sus compañeros y su bailarina.
FIN                                Adaptación M T Carretero

La Casita de Bizcocho y Caramelo

La Casita de Bizcocho y Caramelo

La Casita de Bizcocho y Caramelo fue la ilusión que Paula siempre quiso lograr. Un día recibió una carta de Argentina, y pensó: yo no conozco a nadie en ese país. Con curiosidad abrió la carta.

Decía: distinguida señorita Paula, su difunto tío don Alberto dejó para usted una herencia que próximamente recibirá. Pensó: por fin podré terminar mis estudios de repostería. Y comenzó a soñar: Iré a Paris y estudiaré con el mejor maestro chocolatero. Después iré a Suiza para conocer a los maestros bizcocheros… y siguió soñando hasta caer dormida pensando en La Casita.

Cuando terminó sus estudios era una gran maestra pastelera: aunque se había gastado casi toda la herencia, lo daba por bien empleado. Buscó un lugar para establecerse no lejos de su ciudad, tranquilo y cerca de un bosque. Haré un edificio especial, se dijo, bonito y original, que se llamará La Casita de Bizcocho y Caramelo. Los periódicos y la televisión hablarán de ella.

Contrató al mejor arquitecto y juntos idearon La Casita de bizcocho y caramelo.

Los ladrillos eran de bizcocho de verdad pero tratados para resistir el frío, la nieve y el viento. El tejado era de chocolate negro. Las tejas se unían entre sí con una masa de azúcar, miel y un ingrediente secreto. Las ventanas simulaban madera pero eran de caramelo, con un ingrediente que impedía que los bichos se pasearan por ella. 

 La puerta, de color rojo, era de láminas de bizcocho, caramelo y chocolate. Las paredes interiores estaban pintadas de azúcar de colores. Los tableros de las mesas eran de cristal de caramelo. Y en el mostrador de La Casita se exhibían las más increíbles tartas de chocolate, fresa, zanahoria, manzana, naranja, arándanos… Y había dulces para todos los gustos. Pronto se hizo famosa la Casita de Bizcocho y Caramelo.

Todo el mundo quería merendar allí. Paula estaba muy feliz, pues el negocio era un éxito. Por las mañanas, los pajarillos venían a visitarla y cantaban y cantaban hasta que ella salía y les daba comida. Pronto empezaron los problemas para Paula. Un día que llovía observó que la casita tenía una gotera. Inmediatamente llamó al arquitecto.

 Este vio que faltaban dos tejas de chocolate negro. ¡Qué cosa tan extraña, dijo. El pegamento es muy, muy fuerte y nadie lo puede arrancar. Pues ya ves que sí, dijo Paula. –Lo arreglaré, no te preocupes, dijo él.

Otro día faltaba un trozo de la ventana de caramelo. Paula volvió a llamar al arquitecto. –No me lo explico, dijo él. Es imposible arrancar trozos de la ventana… Pasaron los días y todo marchaba normal. Una mañana Paula vio que a la casita le faltaba la chimenea de mazapán. Se enfadó muchísimo. Llamó al arquitecto. El arquitecto la hizo hacer de nuevo y dijo: Paula ¿Tienes algún enemigo? -No, dijo Paula extrañada. -¿Estás segura?  –Segurísima, contestó Paula.

-Pues lo que le ha pasado a la casa no es que esté mal hecha: es que alguien la quiere destruir. Te aconsejo que busques un detective. Paula llamó al mejor detective, quien inspeccionó la casa, subió al tejado, miró las tejas, la chimenea y la ventana, fotografió todo en la casita y se marchó a la ciudad. Estudió el material recopilado. Pasado un tiempo, volvió a la casita de Paula, quien le esperaba impaciente. Pero el detective le dijo: dentro de dos días te daré el resultado. 

Cuando volvió le dijo: Tranquilízate; nadie quiere romperte la casita. El problema es otro.  -¿Cuál?.

-En el bosque hay un grupo de duendecillos jóvenes traviesos y golosos. Son quienes se han comido lo que le falta a la casita. He hablado con ellos y esta noche vendrán a visitarte. Les he dicho que no estás enfadada con ellos. Paula dijo: bueno, un poco sí, pero que vengan.

Por la noche, vinieron los duendecillos. Entraron en la casita. –¡Qué casa tan preciosa!, dijeron todos a la vez.

– Os invito a comer cualquiera de mis tartas; elegid, dijo Paula.

Los duendes se pusieron muy nerviosos pues querían comer de todas. Cuando estaban comiendo, dijo Paula: Os propongo un trato: Vosotros no volvéis a comeros nada de la casita y yo os invito a tarta cada vez que queráis.

-¿Estás segura?, dijo el más atrevido. Mira que somos muy golosos.

-No os preocupéis: yo tengo dulces para todos. Prometedme que nunca comeréis nada de la casita.

-Lo prometemos, gritaron todos a la vez riendo y riendo mientras seguían comiendo tarta.   

FIN.

© M.T. Carretero