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Lágrimas de Chocolate

Lágrimas de Chocolate

En Vereda azul, el pueblo de Carlitos, hay una escultura en la plaza, la estatua de un vecino llamado Ginés. Fue muy querido por los niños y niñas del pueblo. Él había ayudado con su dinero a construir la escuela, el polideportivo y la biblioteca.

Un domingo, Carlitos sacó a Lope, su perro, temprano a pasear. Había pertenecido a Ginés, y ahora era suyo. Carlitos hablaba con su perro, que le escuchaba muy atento. – ¿Te acuerdas de Ginés?,Guau, guau, guau! , asentía, mientras tocaba con su patita la mano de Carlitos. -¿Te cuento de nuevo la historia? –Guau, guau, guau!, asintió Lope moviendo su rabito.

–Pues ahí va: Ginés era tu amo y mi mejor amigo. Un día fuisteis  al monte. Al anochecer te vimos solo, sin tu amo y ladrando sin parar. Mordías los pantalones de los hombres arrastrándolos hacia al monte. Les estabas avisando de algo. Buscamos a Ginés durante cuatro días. Había desaparecido sin dejar rastro. Yo te recogí y viniste a vivir conmigo. –Guau, guau.

Tu amo era buenísima persona y lo echamos mucho de menos. Recuerda que yo había estado tiempo enfermo y todos los días venía a visitarme. Cuando me curé, no quería salir a la calle porque me había quedado cojico y me veía diferente a los demás. Al saberlo él vino contigo a verme y me dijo:

“Carlitos, eres el mismo de antes. Lo que te ha pasado le puede suceder a cualquiera. Si yo estuviera como tú, ¿ya no serías mi amigo?”  -Sí lo sería, respondí; y él dijo: pues yo igual.

Comprendí sus palabras pero no quería salir ni ver a nadie.

Una tarde, apareció Ginés con todos mis amigos y amigas. -Guau, guau, guau. -Sí, también venías tú. Yo me emocioné. No cabíais en el salón. Mi mamá os ofreció limonada y un gran bizcocho de chocolate.

Cuando marcharon, encontré mensajes de apoyo bajo la funda del sofá, en el ordenador, en mi cuento favorito, en mi silla y hasta en la chimenea.

Pude ver que a ninguno os importaba mi cojera. Aprendí a andar más despacio y disfrutaba los paseos con Ginés y contigo por el pueblo. Y fue a la mañana siguiente cuando mi sorpresa fue enorme, al ver en mi corral su regalo, su potrillo marrón, con aquel mensaje: “Con él correrás y saltarás lo que quieras”. -Guau guau guau -¿Qué quieres, Lope?  Ah, me avisas que ahí viene Manolito. -¿Qué hacéis? -Recordando a Ginés .- Pues seguid, que yo escucho.

Era marrón, con una llama blanca en la cara, un caballo precioso. Lo llamé Centella. Ginés me enseñó a montar.

 -Tú, Carlitos le dabas siempre a Centella una manzana y tres zanahorias. -Sí, Manolito. -Guau guau guau.  -Y a ti, Lope, no se me olvida, también te daba manzana. Mi cojera ya no era importante, volví a ser feliz. Me acuerdo mucho de Ginés.  -Guau guau guau!.  – Ya sé, Lope, tú también te acuerdas. Recuerdo cuando Pepito nos propuso hacer algo para recordarlo siempre. Marina propuso colocar una placa en su casa y Dani decir al alcalde que pusieran su nombre a una calle o al Colegioy de pronto dijo Antoñito: Ya lo tengo, yo he visto en una plaza en la ciudad la estatua de alguien muy importante. Ginés era muy importante para nosotros. -¡Eso, una estatua, una estatua! dijimos todos.

Y por eso, Lope, estamos aquí junto a su estatua recordándole. -Y a ti, Carlitos, te tocó descubrir la estatua por ser el mejor amigo de Ginés, añadió Manolito.  -Guau guau guau!. -Tú también eras su mejor amigo perro. Con su escultura parece como si Ginés no se hubiera ido y siguiera entre nosotros. Un día estaba yo triste, continuó Carlitos: le conté mi problema a Ginés y la estatua  lloró. -Sí: nos quedamos impresionados al oírlo cuando nos lo contaste, recordó Manolito.- Yo me quedé parado al ver deslizarse dos lágrimas por su cara de granito. Eran de color oscuro. Me pareció oírle decir «Carlitos, amigo, no estés triste: todos  los problemas se solucionan. Ven y recoge mis lágrimas» . Las recogí  y  dije: ¡Anda, si parecen de chocolate»! -«Así es», dijo su voz. Cómete una y guarda la otra. Hice como dijo. Enseguida me di cuenta de que había olvidado mi problema. Gracias, Ginés, muchas gracias, dije. La escultura me sonrió. Me froté los ojos: no podía creer lo que estaba pasando.

Mientras me iba, me pareció oír a Ginés decir: Cuando tengáis algún problema, venid a contármelo, que yo lo solucionaré con mis lágrimas de chocolate . -Gracias, amigo, dije.

Os lo conté a todos y todos prometisteis no decírselo a nadie. Era un secreto entre Ginés y nosotros, niños y niñas de Vereda Azul.

 Los mayores del pueblo se preguntaban por qué los niños llamaban a la estatua Lágrimas de chocolate; nunca llegaron a saberlo. Los niños siempre estaban contentos y felices. Los mayores nunca supieron que desde su pedestal Ginés cuidaba de ellos y que sus lágrimas de chocolate eran como vitaminas de cariño y amistad.

FIN                © Mª Teresa Carretero García   

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La Ovejita Generosa, Marcos y la Abuelita

La Ovejita Generosa, Marcos y la Abuelita

Marcos vivía en una pequeña casa de pueblo con su abuela Carmen.

Una tarde de invierno le dijo: Abuela, ¿Cuándo vamos a ir al bosque a buscar leña?. Queda muy poca en la leñera. Tienes razón… mañana o pasado. Tengo que sacar también la ropa de abrigo.

Cuando Marcos volvió del colegio la mañana siguiente, vio a su abuela seria y triste. -Hola, abuela, qué bien huele a mi comida favorita. Pero pareces preocupada.

Al terminar la comida, abrazó a la abuela y dijo: -¿qué te pasa, tesoro?

Ella sonrió y dijo: Verás, tenemos un problema. -¿Otro, abuela? –Sí otro. -Pero abuela, ¡nosotros somos campeones en solucionar problemas!. (La abuela volvió a sonreír). -Ya, pero para solucionarlo necesitamos dinero, y eso es lo que no tenemos. – Pues cuéntame cual es, abuela. Dice la señorita que si compartimos un problema se parte en dos y se hace más pequeño.

¡Anda!, dijo la abuela, no lo había pensado… pues tienes  razón. Vamos a compartirlo para que se haga más pequeño. -¡Esa es mi abuela!, gritó alegre Marcos.

–Pues verás: hemos tenido visita. -¿Qué dices?, ¡si a nosotros no nos visita nadie!. -La visita ha sido en el arcón, Marcos -¿En el arcón? -Voy a enseñarte algo. (La abuela trajo del arcón una manta y un abrigo).

-¡Pero abuela, ¿qué es esto? – Lo que el ratón ha dejado de la manta y del abrigo; ¿no ves que están llenos de agujeros?  –Sí, ya lo veo. Pues vaya… ¿entonces fue una visita de ratones?

–Sí, y se comieron nuestra ropa. -¿Y qué haremos, abuela ahora que llega el frío? Abuela: tú coses muy bien, ¿podremos arreglarlo? –No sé, no sé… 

La abuela arregló lo que pudo pero pronto descubrió que había más ropa destrozada. Marcos y su abuela pasaban frío, pero cada uno  callaba para no preocupar al otro.

Un día volvía Marcos de la escuela; iba corriendo para entrar en calor. Cerca de casa se encontró con una oveja que se quedó mirándole y le sonrió. –Abuela, abuela, ya estoy aquí. Oye, te cuento una cosa?

–Dime, Marcos. -Pues me he encontrado cerca de casa una oveja y ¿sabes qué? Se me ha quedado mirando y me sonreía.

-Anda, anda, tú ves visiones! Eso es que tienes hambre; vamos a poner la mesa. – Que no, abuela, que es de verdad: la oveja sonreía. – Sí, sí, pero come rápido y se te pasará. Marcos volvió a encontrar a la oveja varias veces y siempre le sonreía, pero ya no se lo contaba a la abuela.

Un día que el frío era más intenso, la oveja se acercó a él y comenzó a hablarle. -Oye, niño. ¿Por qué no llevas guantes ni gorro, con el frío que hace? Marcos se quedó de piedra. -Pues, pues… porque no tengo,

– ¿Y ese chaquetón tan corto? – Es lo que ha podido salvar mi abuela de un abrigo que destrozó un ratón.       – Pues dile a tu abuela que te haga un abrigo con una manta. –No puede; todas tienen agujeros. Bueno, ovejita, hasta otra vez.

Otro día, la oveja le preguntó: ¿Tú me harías un favor?. –¡Claro!  – Pues ve al bosque y busca una hierba verde que tiene una hoja dorada, y me la traes para que la coma. – De acuerdo.

Marcos se la trajo y la oveja la comió. Días después volvió a encontrársela y la oveja le dijo: ¿Me harías otro favor? –Claro que sí.

– Ve al río y busca un lugar donde el agua cambia de color; recoge agua en un cuenco y yo la beberé. Eso hizo Marcos, y a los dos días volvió a ver a la ovejita, que le dijo: Ve a la plaza del pueblo. En el centro hay un árbol muy antiguo; tiene un agujero en el tronco. Busca en él y encontrarás un polvo muy fino. Tráelo y échalo por todo mi cuerpo. Y así lo hizo el niño.

A los dos días, Marcos volvió a verla y le preguntó ¿Qué tal? – Muy bien, acércate. Busca en mi barriga hasta que encuentres un hilito de lana más largo, que sobresale. Tira de él sin miedo. 

Marcos tiró con cuidado para no hacerle daño. Y comenzó a salir una hebra de lana que se elevaba y comenzaba a dar vueltas alrededor de Marcos. Estate quieto, no te muevas –le dijo la ovejita.

El niño veía asombrado cómo poco a poco se iba tejiendo un bonito abrigo que le daba mucho calor. Luego la hebra se subió a su cabeza haciéndole un bonito gorro.

De allí pasó la hebra a cada una de sus manos y se tejieron dos bonitos guantes. El niño, sorprendido dijo: ¡Esto es magia! -No, no es magia. Tú has ayudado trayendo lo que necesitaba, sin preguntar…

-Pero me falta algo muy importante, ovejita: necesito dos mantas para mi abuela, para que no pase frío por la noche. -No te preocupes, mañana las tendrás.

– Muchas gracias, ovejita por tu ayuda. -No hay de qué: a mí me sobraba lana; a ti te faltaba: era justo

que te ayudara.

Al día siguiente, en la puerta de su casa había dos mantas. Nunca más volvió a ver a la ovejita.

Cuando se lo contó a la abuela, ella le dijo: había oído hablar de una ovejita que ayudaba con su lana a la gente, pero nunca lo creí. -Pues ya has visto que es verdad. Lo único que siento es que no sé su nombre; nunca se lo pregunté. -En eso sí te puedo ayudar: decían que se llamaba la ovejita generosa.

-Muy buen nombre, abuela, me gusta: ‘la ovejita generosa’. Y se abrazaron los dos.

FIN

© M T Carretero

 

Los Dos Viejecitos

Los Dos Viejecitos

En una casita en el bosque vivían una vieja y un viejo. Eran muy pobres y tenían un pequeño huerto. Era un año muy, muy frío y lo que tenían plantado se heló; solo les quedaba una pequeña calabaza en el huerto.

Todos los días miraba el viejo la pequeña calabaza y decía: pronto se hará grande y nos la podremos comer… pero su estómago se quejaba haciendo ruidos. Él, tocándose la pancita decía: no te impacientes, que pronto comeremos.

Una noche hubo una fuerte tormenta y fue tanta el agua que cayó, que la calabaza se murió. Al día siguiente, al ver la calabaza destrozada se dijeron: ¿Qué haremos ahora?; nuestras ilusiones se han perdido. Y se sentaron junto a la chimenea, muy tristes.

Al mediodía el viejo dijo a su mujer: pon algo para la comida.

No tengo nada, dijo ella. Pero ¿nada?, dijo el viejo, ¿nada de nada de nada?.

Bueno, mujer, dijo el viejo: no te preocupes. ¿Te acuerdas de cuando comíamos bollos tiernos de pan, tortas con carne, pichón con manzanas y muchos dulces?

La mujer respondió: Ha pasado tanto tiempo que ya casi no me acuerdo.

Pues piensa en ello y mastica como si estuvieses comiendo, verás cómo se pasa el ansia… después, para hacer bien la digestión beberemos agua, no vaya a ser que nos siente mal.

Así imaginaban que comían. Pudieron aguantar casi una semana, pero después ya ni tenían fuerzas para hablar.

Un día a la hora de comer vieron en el huerto un conejito que estaba escarbando. Mira, dijo el viejo, tenemos comida, pero no tengo fuerzas para levantarme y cazarlo.

El conejito, con sus largas orejas los escuchó hablar, se acercó a la puerta y oyó cuánta hambre pasaban.

Volvió el conejito al bosque y reunió a sus amigos para contarles lo que oyó. Dijo: escuchadme bien. En una casa he encontrado a dos viejecitos que hace una semana que no comen. Están muy débiles; deberíamos ayudarles. –¿Y cómo?, preguntaban.

Pues llevándoles comida. Entonces dijo una liebre: en la granja de Matías he visto caerse de un carro unas cuantas patatas y el dueño no se molestó en recogerlas. Y la ardilla dijo: en esa granja es donde vive la gallina Balbina, que a veces me deja coger huevos antes de que se los quite su ama. Y el jabalí dijo que su amiga Cabralista, que le ayudó a criar al jabatillo pequeño, podría darles leche.

Entonces dijo la comadreja: mis amigas y yo vamos a recoger leña para que se calienten. Y otros dijeron: yo puedo recoger piñones… yo arándanos y moras, yo…

Vale, vale ¿cuándo empezamos? Interrumpió el conejito. Pues hoy mismo, dijeron unos cuantos.  A las tres empezamos, ¿vale? –dijo el conejito. Y así fueron recogiendo comida.

A la hora de la cena, el viejo se asomó  a la puerta y vio las patatas, los huevos, la leche y frutos del bosque. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

Mujer, ven pronto, que esta noche cenamos: tenemos un regalo.

La vieja, como pudo, se acercó a la puerta y por sus mejillas corrieron dos lágrimas al ver la comida.

Pero, ¿cómo es posible? ¿Quién habrá sido? A lo mejor no es para nosotros.

Y el viejo replicó: Yo me la voy a comer como si fuera para mí. Pues yo también, dijo la mujer.

Y después de cenar se sentaron al fuego, que ella encendió con la leña de la comadreja y sus amigas.

Sentados junto al fuego, decía la viejecita: ¿Quién será nuestro protector?

Y él contestó: alguien de buen corazón que ayuda a los viejecitos.

Marido, dijo ella: me parece que ya sé quién es.

¿Quién?

Pues el geniecillo de los viejos, dijo la anciana.

Eso será, mujer.

Y se tomaron de la mano, tan felices, mirando el fuego.

FIN                     © Mª Teresa Carretero

El Caramelo Melo

El Caramelo Melo

El caramelo Melo iba muy contento con sus compañeros en una bolsa de celofán que llevaba un niño en la mano.

Me los comeré cuando llegue al parque, pensó el niño. Me sentaré en el parque, tomaré un caramelo de limón y lo chuparé lentamente hasta que se deshaga en mi boca.

Al cruzar la calle se le acercó un gran perro, le arrebató la bolsa de celofán y se la llevó entre los dientes.

El niño corrió tras el perro, pero no lo pudo alcanzar. Los caramelos chillaban asustados en la bolsa, pues el perro la sujetaba como a una presa entre sus dientes.

¿Qué hacemos? Preguntó el caramelo de naranja a sus compañeros.

Pues nada, dijo el caramelo de fresa: estamos atrapados en la boca del perro y en el celofán.

Pues yo, dijo Melo, el caramelo de limón, intentaré escaparme.

No lo hagas, le aconsejaron los caramelos de chocolate, vainilla y naranja muy asustados: Te perderás por ahí fuera.

Bueno; yo lo intentaré, dijo el caramelo Melo. Si me pierdo, ya veré lo que hago.

El caramelo Melo aprovechó un agujero de la bolsa que un colmillo del perro había hecho.

Con mucho cuidado y sin moverse, fue haciendo más grande el agujero hasta que cupo por él.

.

En un descuido del perro, viendo que estaban en un parque… ¡zas!: se tiró al césped, que era mullido, y no se hizo daño.

Se quedó largo rato tendido en la hierba sin moverse.

Comprobó que no había nadie cerca, se levantó y empezó a buscar un banco vacío.

 Después de caminar un rato, encontró un banco; en él había un niño sentado. ¿Me puedo sentar contigo? preguntó el caramelo Melo. Si, dijo el niño, pero hoy no tengo ganas de hablar.

¿Qué te pasa?  – Pues… estoy un poco triste: un perro me ha quitado mi bolsa de caramelos. 

-¡Qué pena!, dijo el caramelo Melo; y añadió: yo iba  con mis compañeros en una bolsa. La llevaba un niño y un perro se la arrebató. Pero yo me he escapado y busco al niño para que me coma.

– ¡Qué suerte!, caramelo Melo! Tú estabas en mi bolsa que me quitó el perro. ¡Qué amable!. Gracias por buscarme. – No hay de qué; yo solo quería conocer al niño que me compró.               

-Bueno, continuó Melo: y ahora si quieres me puedes comer. -No, caramelo Melo; te guardaré para recordar que no perdí todos los caramelos.

Y se fue contento a casa abrazando al caramelo, mientras cantaba una canción.

FIN                                  © Mª Teresa Carretero García